La cabeza del lobo

OPINIÓN

05 jun 2016 . Actualizado a las 10:13 h.

No es de ahora. Yo he visto zorros clavados en postes, cuervos colgando de señales de tráfico y hasta una serpiente anudada a una torre de electricidad como una bufanda. Y no son imágenes agradables ni para videoclip de prog metal noruego. Pero de eso a las estampas de lobos decapitados y tejones cableados que hemos visto estos días, hay un salto cualitativo. Porque ya no se trata del afán de presumir de buena puntería o de la tontería de asustar al caminante, ni de un eco de la figura de los alimañeros que antaño recorrían los pueblos cargando con cadáveres de animales supuestamente dañinos y cobrando unas perras por haberles dado muerte. En estos casos recientes se entrevé la voluntad de ser noticia, de ligar ese espectáculo a una campaña de victimismo y orgullo rural que muchos no nos creemos.

Ocurre también que no estamos enfocando bien este asunto, y utilizo un plural convencional, difícil de justificar, pero prudente si se trata de señalar un defecto colectivo: no avanzaremos demasiado si seguimos abordando estos temas como si se enfrentaran los derechos de los animales con los de los ganaderos, o como si hubiera que elegir entre la preservación del lobo y la de la ganadería autóctona. Tengo mi propia opinión al respecto, pero también opino que al pronunciarme no haría más que contribuir a un debate sin solución posible.

Es cierto que, si tus ingresos dependen del ganado, no te hará ninguna gracia que este sea pasto de animales salvajes. No es nuevo, y es algo tan sencillo de comprender que insistir en ello raya en el insulto. También es cierto que el modo de vida campesino ofrecía soluciones a esos problemas que, por muy poco elegantes que puedan parecer a según quién, estaban perfectamente integradas en el entorno biológico y en el sistema cultural. Ya no es así. Y habrá quien sienta nostalgia por aquellos tiempos preindustriales no vividos, pero seguro que no añorará con la misma intensidad las infecciones mortales, los tumores sin cura o los elevados índices de mortandad infantil. O sí, quién sabe. En cualquier caso, por mucho que pongamos todo nuestro empeño en regresar al delicioso y purulento Medievo, esa meta está lejos de nuestro alcance y siempre tendrá en su contra a algún que otro cascarrabias admirador de la penicilina, yo mismo, sin ir más lejos.

No estamos ante un problema que solo afecte al campo y cuyas complejidades se le escapen al urbanita que cree que los lobos son como los hamsters pero en majestuoso. No es una tensión entre el campo y la ciudad: es un problema de convivencia. Pensemos en los muchos conflictos que surgen en una ciudad a lo largo del día y en cómo se han ido construyendo mecanismos para solucionarlos o, al menos, evitar que entorpezcan demasiado la vida de la comunidad: si un coche aparca en la zona de carga y descarga donde tengo que dejar mi mercancía, no voy y le prendo fuego para que el infractor escarmiente; puede que me molesten las palomas y que crea que el ayuntamiento tiene que hacer algo al respecto, pero lo que no hago, bajo ningún concepto, es ponerme a dispararles desde la azotea; y a lo mejor mi vecino está de acuerdo conmigo en que la pandilla que se reúne en esa esquina del parque está formada por un cincuenta por ciento de maleducados y otro cincuenta de protodelincuentes, pero seguro que ese vecino no me dirigirá más la palabra si un día cojo a uno de esos chicos y le salto dos dientes de un puñetazo. Por supuesto que las ciudades no son lugares exentos de conflictos, pero hay que reconocer que, teniendo en cuenta los miles de habitantes que se juntan en tan reducido espacio, nos las hemos arreglado bastante bien para inventar formas de abordarlos sin parecer demasiado gilipollas.

Un tipo que mata a un lobo, le corta la cabeza y la pone de adorno en un letrero indicador, tiene un problema, pero no con la naturaleza, sino con la historia. Es un personaje que ha decidido situarse voluntariamente fuera de su época. Que pretende sustraerse a todo aquello que lo define como sujeto de derechos, empezando por el horizonte tecnológico desde el que dispara y en el que se posiciona confortablemente para observar en internet las reacciones de su público ante la atrocidad que ha cometido. Una sociedad que experimenta con células madre y que cocina buena parte de sus proteínas en hornos microondas no puede permitirse el lujo de transigir con barbaridades de ese calibre, como tampoco podría tolerar el destierro a alta mar de los malos estudiantes o el empalamiento ritual de cobradores de la ORA. Y no debería aceptar chantaje alguno de sujetos que creen que oponerse a esas prácticas es cosa de los ecologistas, como si aquí hubiera dos minorías en disputa, ambas al mismo nivel de racionalidad y equidistantes respecto al consenso mayoritario. No hay tal cosa: el cuidado del medio ambiente y la preservación de la biodiversidad es probablemente el único ámbito que podemos y debemos desear que sea verdaderamente transversal, por encima de gustos e ideologías políticas. Cierto que no abunda, ni ha abundado en los últimos decenios, la sensibilidad de los poderes públicos hacia el mundo rural y sus problemas específicos. Pero eso no es excusa para embarcarse en cruzadas suicidas de exaltación del garrote con nudos y el derecho de pernada. Detrás de esos actos no hay ganaderos indignados, ni cazadores furtivos, ni defraudadores de ayudas públicas. Se trata, simple y llanamente, de psicópatas.