Turquía como síntoma

OPINIÓN

26 jul 2016 . Actualizado a las 11:33 h.

«Toda sociedad en la que no esté asegurada la garantía de los derechos, ni determinada la separación de poderes, carece de Constitución». Declaración de derechos del hombre y el ciudadano, 1789, artículo 16.

La forma en que Recep Tayyip Erdogan está aprovechando el fallido golpe de estado militar para consolidar su poder no solo prueba que posee un marcado talante autoritario y que Turquía está en peligro de convertirse en una dictadura, demuestra que ya no era una verdadera democracia. Es impensable que en un sistema constitucional democrático el gobierno destituya a miles de jueces y fiscales -incluidos magistrados de los tribunales supremo y constitucional-, eso solo puede suceder si no existe verdadera separación de poderes en el Estado. Tampoco es aceptable que pueda expulsar a millares de profesores o forzar el cese de decanos y rectores de las universidades sin mandato judicial. Las detenciones arbitrarias, la persecución de periodistas críticos, la incautación de medios de comunicación incómodos, la violación del derecho de manifestación y la represión sin el respeto de ninguna garantía para los activistas kurdos o izquierdistas eran ya habituales antes del golpe. Erdogan tiene el apoyo de la mayoría de los turcos, ha ganado holgadamente las últimas elecciones, pero eso no supone que presida una democracia.

El golpe de estado no era una solución, solo cuando se producen contra una dictadura, como el 25 de abril en Portugal, pueden dar buenos resultados y es algo excepcional. Si hay resquicios, es preferible utilizar la movilización popular y, si es posible, las elecciones para acabar con un gobierno autoritario. Las dictaduras militares tienden a perpetuarse y en ellas el respeto a los derechos humanos suele brillar por su ausencia y la corrupción a generalizarse.

El artículo 16 de la declaración de 1789 pretendía combatir a los defensores de la soberanía de los monarcas, que sostenían que se legitimaba por la “constitución histórica” de sus estados, pero tiene valor universal. Sin un poder judicial independiente del ejecutivo y el legislativo y sin el respeto a los derechos individuales, incluida la libertad de opinión, no existe un verdadero sistema constitucional, ni puede haber democracia. La mayoría de las dictaduras contemporáneas, incluida nuestra «democracia orgánica» o las «democracias populares», poseían «constituciones» que solo servían para disimular su carácter. Se votaba, pero no había libertad para construir alternativas o criticar al poder, tampoco seguridad jurídica. El régimen turco no parece estar muy lejos de ellas y, así, jamás podrá ser aceptado en la Unión Europea.

En el siglo XXI todavía sobreviven algunas monarquías absolutas, hay relativamente pocas dictaduras «clásicas» -aunque todavía son numerosas en África-, pero aumenta de forma amenazadora la evolución de democracias con pocas cautelas constitucionales hacia nuevas formas de dictadura “legal”, con elecciones y aparente pluralidad de partidos. Si Rusia y Bielorrusia son dos casos paradigmáticos, los de Polonia y Hungría resultan más alarmantes al estar dentro de la propia Unión Europea. La experiencia reciente ha demostrado que la combinación de leyes electorales que facilitan las mayorías absolutas con constituciones demasiado fáciles de reformar resulta letal para la democracia.

Los riesgos crecen en las situaciones difíciles. La crisis económica, el aumento de la desigualdad, la inmigración y el terrorismo contribuyen a fortalecer los populismos autoritarios, si se añade el fanatismo religioso el peligro se multiplica.

A falta de otras referencias ideológicas, casi desaparecidas en esta época de pensamiento débil y dirigentes mediocres, sería saludable encontrar partidos que defiendan sin resquicios la libertad, los derechos humanos y la independencia de la justicia. No es la fórmula mágica para resolver todos los problemas, pero sí la vía para evitar que se agraven y, sobre todo, que perdamos una parte sustancial de lo mejor que hemos construido en los dos últimos siglos.

Atentados brutales, indiscriminados, como los de Niza y Munich de los últimos días, darán alas a quienes ofrecen soluciones fáciles, aun sabiendo que difícilmente serán eficaces y que, sin embargo, traerán consigo injusticias y privarán de argumentos a las democracias, justo lo que persiguen los fanáticos. Por ese camino tenemos demasiado que perder y muy poco que ganar.