Lo peor de hacerse mayor no es no entender lo que hacen los jóvenes, sino el cerrarse en banda para no entenderlo. El matiz resulta importante. Lo primero resulta comprensible: el tiempo no solo pasa, también pisa los cables que nos conectan al presente. Lo segundo responde más bien a una muestra de cabezonería que confunde madurez con arrogancia. Sí, muchos han elegido mirar por encima del hombro a la chavalada sin más consideración.
Ocurre estos días con el bum del Pokémon Go. Semeja que la civilización occidental vaya a venirse abajo de un momento a otro porque cientos de jóvenes anden de cacería con sus móviles. El arrogante -el mismo que despreció el Tamagotchi, la Play Station, el MP3 o los chats de Internet- ve la alienación de la juventud en un teléfono. No va más allá del chico obnubilado en su pequeña pantalla. Se pierde, claro, todo lo demás.
¿Qué es eso? Pues un juego increíblemente adictivo y divertido que, ¡sorpresa!, fomenta las relaciones entre las personas. De hecho, ya hay quien la define como una red social de fitness más que un juego. Y, pese a lo novedoso, maneja los resortes de la nostalgia, apelando a la generación que se educó con Pokémon. Estamos, en definitiva, ante un fenómeno social nuevo. Con el que se puede simpatizar o no. Pero que no estaría mal conocerlo antes de juzgarlo.