13 oct 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Dejemos por una semana al PSOE con sus cuitas, y a Rajoy, Pablo Iglesias y Albert Rivera con sus cábalas. Que tanta política está creando un hartazgo tal entre los españoles que, si finalmente se repiten las elecciones, van a tener que obligarnos a votar a punta de pistola.

Por desgracia, otras noticias no mejoran el panorama político y, viéndolas, uno se da cuenta de que en verdad la estulticia tampoco constituye monopolio de gobernantes y parlamentarios. Quizás sea cierto que tenemos los políticos que nos merecemos, ya que muchos de nuestros conciudadanos demuestran estar a su mismo nivel. No puede sacarse otra conclusión cuando nos enteramos del insensato proceder de algunos españoles, cuya conducta a mí al menos me obliga, por evidentes razones de higiene mental, a apagar la televisión, desintonizar la radio y cerrar el periódico. Más vale vivir en la ignorancia.

De muestra un botón. Se difundía la semana pasada una noticia que, por desgracia, quizás no tenga mucho de tal: un niño de doce años había dilapidado cien mil euros (sí, no lo he escrito mal) contratando publicidad para su propio canal de Youtube. Creyendo que iba a lucrarse con los anuncios, la situación resultaba en realidad ser a la inversa, y su cuenta bancaria personal quedó en números rojos tan rápidamente como se lo permitió la banda ancha de Internet. Que un niño disponga de una cuenta bancaria con la que realice movimientos sin que sus padres se enteren ya tiene pecado (eran sus ahorros para sacarse el carnet de conducir cuando fuese mayor, dice ahora la atribulada mamá? qué risa), pero no es el peor de los males. Porque los riesgos de dejar a un niño solo ante Internet, sin ningún tipo de control parental, son mucho mayores que los meramente pecuniarios.

Y lo que más me irrita es que a la insensatez de muchos de estos padres se añade su falta de madurez para asumir que han sido negligentes al abandonar a sus hijos ante la jungla de Internet. Cuando llega el desastre se parapetan en el argumento de un presunto desconocimiento. El mismo desconocimiento de aquel que fuma, bebe alcohol de forma desmedida o consume estupefacientes y luego aduce ignorar que resultaba perjudicial para la salud. Lo que hay es simplemente una dejadez e irresponsabilidad entre los progenitores de tal magnitud que obligaría a que, si fuésemos estrictos, los servicios sociales de nuestro país se hallasen desbordados.

No hace falta leer estas noticias para percatarse de lo extendido de esta situación, porque casi todos conocemos a nuestro alrededor casos de amigos, familiares o vecinos que hacen lo mismo. Yo sé de más de uno, con título universitario y todo, cuyos hijos, todavía cursando Educación Primaria, navegan solos por Internet, portan teléfonos móviles dignos de un bróker (sin ser nunca son revisados por sus padres), o disponen libremente de una webcam sobre su monitor, ignorando su familia qué hace con ella. Así de fácil se lo ponen a los acosadores, a los perpetradores de bullying, a los abusones y a los voyeurs.

Mis hijos me han comentado también en más de una ocasión cómo alguno de sus amiguitos, de ocho o diez años, juegan con éste o aquél videojuego, dejándome perplejo con la revelación. Esos juegos que citan mis hijos son estrictamente para mayores de dieciocho años; en ellos no sólo hay escenas extremadamente sangrientas, sino imágenes de sexo explícito. Y los papás y mamás de esos menores que disponen libremente de tales juegos no pueden invocar su ignorancia: digo yo que ellos le habrán comprado el juego de marras, en el que aparece claramente la identificación «PEGI +18». Y si no le han comprado ellos el videojuego o no saben lo que es PEGI (Pan European Game Information), quizás lo de «+18» debiera llamarles la atención, a no ser que no sepan ni siquiera leer, en cuyo caso quizás podrían al menos interpretar las imágenes de las portadas (que a menudo dejan intuir el contenido adulto) o, qué demonios, simplemente podrían dedicar un tiempo a vigilar cómo juega su hijo, porque bastan cinco minutos para ver de qué tipo de videojuego se trata.

Y con la televisión y el cine sucede otro tanto. Un instrumento al servicio de la protección de la infancia, cual es la clasificación por edades, tiene para muchos progenitores el mismo valor que el límite de velocidad para buena parte de los usuarios de la autovía Y griega: un mero adorno. Que niños menores de edad (muy menores de edad, añadiría) vean con total libertad series y películas con contenido destinado a los adultos resulta habitual. Y luego, claro está, nos escandalizamos porque una pandilla de niños-matones propinan una paliza a una pobre niña de ocho años.

No hay ignorancia por parte de los padres, ni falta de información por parte de las productoras. Se trata sencillamente de una absoluta despreocupación por los niños, que mientras no molesten a papá y mamá pueden estar haciendo lo que quieran delante de la pantalla de su ordenador: un strip-tease ante la webcam, visualizar páginas porno, ver en Youtube cómo maltratan a otros niños, o aprender cómo se confecciona un arma punzante a lo McGuiver con cuatro palos, un vaso de plástico y media docena de chicles.

Así las cosas, qué quieren que les diga: que los irresponsables padres de aquella noticia no tan noticiable tuviesen que afrontar los estipendios de su hijo por una manifiesta culpa in vigilando me parece estupendo. Una pena que a la postre Google haya cancelado la deuda ante la repercusión mediática del caso. Porque la gente parece que sólo aprende cuando le afecta a su bolsillo. Eso es lo que les duele y no el que su hijo esté expuesto a los peligros que entraña Internet si no hay un control por parte de un adulto.