«Quadrophrenia» lucense

OPINIÓN

30 oct 2016 . Actualizado a las 08:17 h.

El ruso del calzón negro golpea más fuerte, me apalea con saña pero con suma corrección, sin malas artes, cumpliendo rigurosamente las reglas pactadas. Me recoge del suelo cuando caigo, me ayuda a levantarme, me pregunta cómo estoy. Con su mano regordeta envuelta en unas tiras negras que protegen sus nudillos, su mano desenguantada, en un cuarto de paredes blancas, un destartalado salón sin muebles en el que una jarapa raída sirve de ring improvisado. Sus amigos rapados graban con móviles de última generación desde una posición fija, no hay alardes, solo el afán de registrar la pelea. Casi siete minutos de combate en la versión que colgaron en YouTube, con dos paradas para limpiarme la sangre y para coger aire después de una serie de derechazos que han percutido sobre mi costado izquierdo dejándome encogido y sin aire, como aquel tipo coñazo de la canción de Maná. Los colegas no muestran ningún tipo de entusiasmo, solo asisten, muy profesionales, a la pelea que parecen haber organizado. Nada indica que yo esté allí obligado; es más, mi disposición es absoluta, colaboro encantado con la organización y el desarrollo del combate aparentemente pactado. Suenan los golpes en los cuerpos, en los antebrazos que protegen la cara y los órganos vitales, suenan más aún los golpes que quedan en el aire, balbuciendo, suenan como en los cómics, como onomatopeyas descuidadas que, por el contrario, dejan marca, mellan mi cara, me parten el labio, me hacen sangrar por la nariz, me saltan un diente, lesionan mi bazo, estancan mis pulmones.

Un niñato rubio en los vestuarios de la high school vacilando a otro alumno, incitándole a pelear, llamándole nenaza ante sus colegas de clase mientras se cambia después del entrenamiento del equipo de baloncesto, con el calzoncillo todavía manchado de la polución nocturna del día anterior, gallito del corral de taquillas, bocazas con ortodoncia. Una hostia a puño cerrado en la mandíbula, y ahí comienza el trastabille, los tropiezos, la cara de alucine, las piernas danzando un twist improvisado. El niñato trata entonces de levantarse, pensando en qué ha ocurrido, grogui, intentado asimilar que el otro, el torturado, la nenaza, acaba de enviarle un mensaje en forma de derechazo.

Una elenfástica negra sumergida en una malla morada tiene agarrada a una negra superteñida (aunque ahora que lo pienso, yo quería escribir superceñida) de su pelo rubio platino o coronado de mechas californianas. La rubia de bote es más pequeña pero aguanta el dolor con estoicismo, al tiempo que repite golpes con el puño cerrado en el abdomen hipertrofiado de la embutida.

Y en el improvisado ring al pie de la muralla de Lugo, unos muchachos de instituto, rollo gemelier, con playeros de ciento cincuenta euros en los pies y en las manos teléfonos móviles que cuestan tanto como una mensualidad de salario mínimo interprofesional, con cortes de pelo entre Neymar y Giorgio Aresu, unos believers con buenas notas en Educación para la Ciudadanía (si la hubiere), arropados por novietas que se comen las uñas nerviosísimas y ríen a lo tonto mirando de reojo el reloj de pulsera naranja con esfera de aire retro, juegan a ser mods o rockers en Brighton, juegan a emular la ley de la calle, juegan ser perros callejeros, navajeros, colegas, maravillas, Pirris, macarritas en el recreo jaleados por sus iguales, sus semejantes, sus hermanos. Quieren tener la banda sonora de los Chunguitos, de Antonio Vega, de Manu Chao, que dirija su espectáculo José Antonio de la Loma, Eloy de la Iglesia, Carlos Saura. Deprisa Deprisa. Suena en una cinta de casete Si me das a elegir. Y ellos han elegido.