Decidme cómo es lo de Marcos Ana

OPINIÓN

26 nov 2016 . Actualizado a las 09:25 h.

«Mi vida / Os la puedo contar en dos palabras: / Un patio / Y un trocito de cielo donde a veces pasan / Una nube perdida y algún pájaro / Huyendo de sus alas» (Mi Corazón es Patio, de Marcos Ana)

Marcos cumpliría pronto 97 años. En teoría, tenía edad de geriátrico y bastón, de farmacia, de viajes del INSERSO; edad para batallitas de Abuelo Cebolleta, parque y palomas, dolores resignados y un resto de vida para asimilar la muerte. Pero la teoría en Marcos no funciona, nunca funcionó. No funcionó cuando con 19 años escogió el silencio a cambio de ser un guiñapo descoyuntado por la tortura. Tampoco cuando le salieron dos penas de muerte, una tras otra. Y no funciono la teoría del doblegamiento,  ferozmente calculada para quebrarlo moral y físicamente, para animalizarlo a base de celdas de castigo y aislamiento enloquecedor.  La edad, entonces, no le afectaba. Andaba tieso, muy tieso y manejaba su larguísima estatura sin encogimientos, sin inclinaciones de cabeza.

Los ojos, muy claros, tenían serenidad, ternura. Dulces, firmes; no empalagan. No  encendió un cigarrillo en ningún momento de su vida. Simplemente no fumaba. Tampoco bebe, aunque ante una mesa con mantel, plato, conversación y buena compañía, aceptaba de buena gana una copa de vino.

Su último viaje a Gijón fue en tren desde Madrid, donde vivía con Marcos, su único hijo. Estaba enamorado de los trenes porque le permitían ver el paisaje,  aunque siempre escogía asiento de pasillo, era una obsesión que le quedó a raíz de la angustia que le producían los espacios sin salida. En este viaje,  se encontraba especialmente contento porque hacía unos meses el casero de su edificio en Madrid le ofreció la posibilidad de ocupar un primer piso con luz y vistas a la calle, anteriormente vivía en un tercer piso del mismo edificio, pero interior, húmedo y con muy poca luz natural. Sus mejores horas del día se las pasaba como su gato, en frente de su majestuosa ventana, observando la calle.

Las tardes y las noches eran para trabajar.  Sobre todo le encantaba ir a colegios, institutos y universidades a dar charlas porque parte de su teoría radicaba en que esta parte de las historia se tendría que dar en los colegios para que nunca más volviera a suceder y siempre introducía sus charlas recordando que él es uno más de una generación de hombres y mujeres que luchaban por la libertad y hacía hincapié en esos hombres y mujeres oscuros sin rostro que lucharon y se quedaron por el camino defendiendo la libertad y los derechos humanos. 

Sueños, muchos sueños y muy presentes en su vida: «Sólo en sueños volvía a la libertad y a los recuerdos perdidos, tenía esa facilidad, era como un profesor de sueños, pero cuando llevaba veintiuno o veintidós años en la cárcel, observé con desaliento que esos recuerdos se iban desdibujando y poco a poco desapareciendo de mis sueños, hasta que la cárcel fue mi único protagonista. Aquí pensé que se acabaría todo. Estaba perdiendo el recuerdo de las cosas más elementales». Durante ese periodo, escribió el poema La Vida que es el que da título a sus memorias.

En una cena que mantuvo en casa de Pablo Neruda y Matilde Urrutia en Isla Negra (Chile) y a altas horas de la madrugada. Neruda le dijo: «Mira que somos insensatos; si hubiésemos tenido un magnetófono ya teníamos tú libro de memorias». Marcos, contestó: «Para qué si esto es mi vida, me la sé de memoria». Y Neruda, replica: «Sí, estoy seguro que lo escribirás. Pero estoy más seguro que no tendrán el temblor de esta noche, porque hasta las cosas más humanas terminan mecanizándose».

La humanidad volaba en su mirada. En una comida con él acompañada, excepcionalmente, por una copa de vino tinto. Marcos contestaba a todo: «Sí, mereció la pena tanto sacrificio… La bondad de las ideas está por encima de los hombres y sus equivocaciones… Yo, al igual que toda mi generación luchamos por un mundo sin hambre ni guerras, donde no existan desigualdades sociales, donde los medios de producción estén en manos de los que trabajan y el sol alumbre para todos.  ¿Tú puedes ofrecerme algo mejor? Si es así, lo pensaré». 

«La cárcel me seguía como mi sombra. Por mi cabeza desfilaban los rostros entrañables de los camaradas que dejaba en el Penal, hermanos ejemplares, con los que había compartido tanta luchas y esperanzas. Cuando salía a espacios abiertos me mareaba y llegaba incluso al vómito, porque mis ojos estaban acostumbrados a los espacios cerrados y verticales. Lo duro de la cárcel fue la libertad».

«La ley de la memoria histórica está vacía de contenidos y se podría hacer más por su aplicación. Entre todos la estamos dejando como a un niño abandonado. Quien tiene que reivindicar la historia es la ciudadanía…  El mejor legado que podemos dejar a nuestros hijos es contar lo que pasó en este país como vacuna para proteger la libertad y el futuro de las nuevas generaciones.  Y lo que no se puede es arrancar la página de la historia para que se la lleve el viento del olvido, sino que hay que escribirla con el alfabeto del horror. Así lo que hemos sufrido no caerá en el olvido. Y no es por remover las cenizas del pasado, es para que lo vivido por nosotros jamás vuelva a vivirse en España».

Otro tema, otra duda histórica, surgió en la conversación: Amnistía general en la Transición para incorporar a la democracia a todos los vencidos y a todos los vencedores. «Si, pero mientras las fuerzas políticas y los representantes del régimen franquista estaban firmando ese acuerdo, los militares estaban con las manos en la empuñadura de sus espadas».

Denunciaba las atrocidades del régimen franquista por todo el mundo. Y a pesar de repetirlo hasta la saciedad, nunca se sintió cansado de la misma historia. Esa historia era religión para él. Y era la religión de la bondad, de creencias incuestionables: solidaridad, reivindicación, lucha, igualdad de oportunidades, libertad, cuestionamiento de sistemas opresivos, asentados sobre el consumo material indiscriminado, sobre lo global antes que sobre el individuo. 

Un luchador impenitente, un hombre bueno. Si naciera mil veces, mil veces volvería a ser quién fue y quién es. A gritar a voces el orgullo de su vida y el ideario que la ha sustentado siempre.

Nos despedimos y, justo cuando puso su pies en las escalerillas del tren de vuelta a casa, nos hizo su último regalo, sabio y generoso: «Vivir para los demás es la mejor manera de vivir para uno mismo».

Decidme como se llama lo de Marcos Ana. Ni las palabras amorosas de su poesía pueden explicarlo. ¡Hasta siempre! ¡Que la tierra te sea leve, Marcos Ana!