Lenguaje, identidad, postfactualidad

OPINIÓN

03 dic 2016 . Actualizado a las 10:58 h.

No cabe duda de que la irrupción de las ideas de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en la política española ha logrado ensanchar el horizonte intelectual de una izquierda aún demasiado aferrada a los textos de sus «padres fundadores». Políticos con la formación intelectual de Íñigo Errejón siguen siendo una rara avis en las instituciones representativas españolas y tal vez por ello algunos sectores progresistas han abrazado el concepto de populismo de izquierdas sin ni siquiera haber leído una sola página de la obra de Laclau, que por otra parte resulta mucho más densa e ininteligible para el neófito en filosofía o ciencia política que la gran mayoría de los textos de Marx o de Lenin.

Las teorías de Laclau y Mouffe, aun siendo enormemente interesantes, plantean algunos problemas que es preciso señalar. Su punto de partida, en consonancia con algunos presupuestos de la posmodernidad, es el lenguaje. Mouffe y Laclau sostienen que el lenguaje no sólo es una herramienta para comunicarse y para designar la realidad. El lenguaje sería también un constructor de identidades políticas.

Los laclaudianos parten de un presupuesto clásico de la izquierda: la transformación social necesita de un sujeto político. Si antaño fue la clase obrera hoy se recurre al más ambiguo pueblo. Es imprescindible, sostienen, la construcción de una identidad colectiva y de un sujeto político que protagonice la transformación social. Detengámonos unos instantes en este prerrequisito.  

Una de las críticas más justas que se le ha hecho a la izquierda de herencia marxista ha sido precisamente el desprecio al individuo como sujeto, que era considerado un constructo burgués del liberalismo. El individuo estaba constreñido por el sujeto colectivo y por una identidad que en no pocos casos le era impuesta. En el caso de la izquierda ese sujeto colectivo fue sin duda la clase obrera. Pero otros sujetos colectivos vinculados a ideologías del siglo XIX también dificultaron el libre desarrollo de la individualidad, que sólo empezó a conocerse a finales del siglo pasado.  

En sintonía con todo esto, se puede detectar en algunos sectores de la nueva izquierda una cierta tendencia al comunitarismo que plantea numerosos interrogantes. Esta misma semana Pablo Iglesias hizo unas declaraciones públicas, convenientemente manipuladas por el medio de comunicación que las emitió, acerca de la feminización de la política de la que tanto se habla en el entorno de Podemos. La tergiversación de sus palabras, no obstante, no puede servir para esconder el jardín en el que se ha metido Iglesias con unas sentencias más que cuestionables, que desde algunos sectores del feminismo pueden entenderse como esencialistas y más ligadas a un feminismo de la diferencia que al de la igualdad. Incluso aunque estadísticamente sean las mujeres quienes se suelen ocupar del cuidado de los otros (ya sean padres, hijos o sus propias parejas) resulta muy difícil establecer una relación entre lo femenino y los cuidados, como hace Iglesias, sin caer en los estereotipos y en un esencialismo que dejaría fuera a muchas mujeres que no se sienten identificadas con esa caracterización.

Pero si nos interesan aquí las palabras de Iglesias no es tanto por esa cuestión como por la utilización que hace del concepto de comunidad, al que también relaciona con lo femenino. El líder de Podemos se empeña en embellecer a la comunidad. Recurre incluso a ejemplos, como el de las Panteras Negras, de las que dice que construyeron comunidad mediante la apertura de comedores sociales y otros proyectos asistenciales. Pero se olvida Iglesias de que comunidad también es lo que pretenden elaborar los Hermanos Musulmanes a base de asistencialismo y de la prédica de un islam rigorista y conservador cuyo objetivo es la construcción de la comunidad musulmana, la Umma.

En definitiva, la comunidad no significa necesariamente preocuparse del otro, como apuntaba Iglesias, sino que en muchos casos se trata sencillamente un espacio reaccionario y asfixiante, donde el individuo está sometido a la colectividad sin posibilidad alguna de escapar a ella. Demasiados ejemplos lo ponen en evidencia a lo largo de la historia. Sin ir más lejos, una práctica tan aberrante como es la ablación del clítoris se practica en el contexto de la comunidad, que es la que mutila el cuerpo femenino. Sacralizar el concepto de comunidad es, por tanto, peligroso porque son más los crímenes que se han cometido en su nombre que sus presuntas virtudes. Más aún si pretendemos situar a la comunidad como alternativa a la sociedad. O, peor aún, al individuo.

En democracia el individuo se sitúa en el centro del sistema político. Es él quien decide a través de su voto las políticas públicas que se van a implementar. Por el contrario, la comunidad y las identidades colectivas han oprimido casi siempre a la individualidad, a la que no se le permitía su libre autodeterminación. Nada nos asegura que la sempiterna pretensión de la izquierda de buscar un sujeto político colectivo no acabe como terminaron experimentos similares en el pasado: constriñendo la individualidad y sometiéndola al colectivo. La expresión más extrema de ello fueron los totalitarismos. Obsequiar al neoliberalismo con el monopolio del concepto de individuo es un error mayúsculo que la izquierda lleva cometiendo desde hace al menos siglo y medio y que nos deja sin recursos para combatir el modelo económico del individuo egoísta.

Tal vez algún día seamos capaces de elaborar una construcción intelectual verdaderamente transformadora cuyo sujeto político sea el individuo. Para hacerlo resulta imprescindible atender a los valores, que son los que pueden orientar la transformación por el buen camino, y no tanto a la construcción de una identidad colectiva. Mientras tanto estamos ocupados con juegos posmodernos del lenguaje y reivindicando un populismo de izquierdas en lo que ya se conoce como la era de la postfactualidad. Esperemos que esos significantes vacíos capaces de construir identidades políticas no se vuelvan algún día en nuestra contra y se convierta en opresivo aquello que se pretendía liberador, como ha ocurrido con tantas otras experiencias a lo largo de la historia de la izquierda.