02 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Tengo que reconocer que nunca me han hecho gracia los programas de cámara oculta. Cierto pudor, sentido de vergüenza ajena y empatía me hacen ponerme en el lugar de la víctima y concluir que no me gustaría ser el hazmerreír en un programa pensado para mentes ociosas. Recuerdo, además, ver un día (siendo yo bastante pequeño) este tipo de chanzas en un programa del incombustible José María Íñigo, en el que el actor de turno, haciéndose pasar por un loco que molestaba a todos los clientes de un bar, se topó con un irascible camionero que le asentó tal puñetazo (por fortuna fuera de cámara, porque se trataba de un programa «familiar») que acabó en el hospital.

Antaño este tipo de bromas se estilaba en la televisión, pero ahora pululan por doquier. Alguna mañana oigo en la radio, sintonizada en alguno de los establecimientos en los que compro, un programa matutino en el que un sujeto se dedica a tales menesteres, y siento que mi percepción de estas bromas no ha cambiado con el paso de los años. En tanto otros clientes del negocio se mueren de risa, yo no puedo dejar de sentir enfado cuando oigo cómo el interfecto radiofónico toma el pelo a una señora que transita por la calle, a una muchacha que está aparcando el coche, o a un autónomo cuyo tiempo (que vale dinero) dilapida en aguantar la broma de turno. Quizás luego les compensen económicamente, no lo sé, pero en todo caso creo que la dignidad está por encima de la remuneración.

En ocasiones, es un amigo o familiar de la víctima quien ha promovido la broma, lo cual ya es para nota. Si a mí me pasara tal cosa, ese amigo pasaría a engrosar la fila de «antiguo amigo» y mi familiar no volvería a reunirse conmigo en las cenas navideñas. Porque ya es triste que quien supuestamente te aprecia te ponga en evidencia delante de desconocidos.

La presencia de internet ha exacerbado esta situación. La proliferación de esa nueva especie de semipensantes que se hacen llamar «youtubers» ha abierto la veda: a ver quién es más ingenioso en el deporte de molestar al prójimo, a fin de subir la dudosa hazaña a internet para común regocijo de adolescentes descarriados y lumbreras varias. En ocasiones la cosa acaba bien, y el insolente bromista resulta convenientemente abofeteado, como sucedió con un tal «MrGranBomba» (pseudónimo que ya retrata al sujeto en cuestión), cuando, tras faltar al respeto a un repartidor, se llevó un sopapo digno de un tebeo de Mortadelo y Filemón, convirtiéndose, ahora sí con razón, el vídeo en «viral». Pero en otras ocasiones el bromista no obtiene la recompensa que merece, según hemos visto la semana pasada, cuando otro descerebrado dio de comer a un indigente galletas rellenas de pasta de dientes.

La cuestión es, ¿deben tolerarse esas bromas y el hecho de que se hagan públicas, ya sea por televisión, radio o internet? Al margen de la indudable respuesta ética, la jurídica creo que salta a la vista. En primer lugar, el uso de una imagen ajena, cuando no está integrada en una panorámica general y es obtenida sin consentimiento de la persona implicada, entraña una violación del derecho a la propia imagen (art. 18 de la Constitución). Puesto que la imagen comprende también la voz, según ha concluido el Tribunal Constitucional (ya que el elemento auditivo también permite la identificación de las personas), lo dicho vale igualmente para los programas radiofónicos.

En segundo lugar, al verse ridiculizado delante de una audiencia, y sin autorización de la víctima, la broma puede entrañar un atentando contra la integridad moral (art. 15 de la Constitución) y contra el honor del individuo (art. 18 de la Constitución) que bien podría dar lugar a una indemnización por daños morales (art. 1902 del Código Civil y art. 9 de la Ley Orgánica 1/1982 de 5 de mayo, sobre protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen). Yendo más lejos, no sería descartable que el acto, si revistiese suficiente gravedad, pudiera ser constitutivo de un delito de injurias (art. 208 del Código Penal) ya que éstas comprenden las acciones que lesionan la dignidad de otras personas «menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación». Cierto es que la injuria está originariamente concebida para castigar los insultos y, en general, las expresiones y acciones que afectan al honor, pero no creo descabellado aplicarlo también a acciones como las reseñadas, puesto que a la postre causan un daño al honor y estimación subjetiva del individuo. Difícil aplicación, ciertamente, con la actual interpretación jurisprudencial del tipo delictivo, pero quizás habría que replantearse esta última.

Así pues, argumentos jurídicos no faltan para meter en vereda a ese tipo de energúmenos que desconocen el verdadero sentido del humor. Porque éste pasa por saber reírse de uno mismo, y no hacerlo a costa de los demás. Y mucho menos de aquellos ciudadanos más desfavorecidos.