Yihadismo: los términos del terror

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

24 mar 2017 . Actualizado a las 08:51 h.

En lo que tiene de simbólico, el atentado de Londres pone de relieve con una lacerante claridad la dificultad de la guerra a la que nos enfrentamos y la urgencia con que debemos tomar las medidas necesarias para evitar que la lucha contra el yihadismo se convierta para amplias capas de la población en el único gran problema de las sociedades democráticas. 

Fuese o no esa la voluntad del terrorista, en Londres se atentó contra el más antiguo parlamento del planeta, el primero en adoptar las decisiones que, imitadas luego por otros Estados a ambos lados del Atlántico, acabarían por conformar lo que hoy se denomina, con mucha razón, el mundo libre. Que quienes defienden la vuelta a la Edad Media hayan convertido el palacio de Westminster en rehén de sus ataques muestra la gravedad de una situación en la que una ínfima minoría de fanáticos puede llegar a poner patas arriba todo el sistema de seguridades sobre el que reposa el ejercicio de nuestras libertades y derechos.

Pero tras el atentado de Londres se esconde otro terrible simbolismo: la extrema dificultad de la lucha contra un enemigo desorganizado e imprevisible, cuya fortaleza procede en gran medida de su debilidad, que ha llevado al terrorismo islamista a utilizar el arma más mortífera que cabe imaginar: la entrega de la propia vida en el acto del terror, lo que convierte a su autores en poco menos que imbatibles. Para culminar un atentado los yihadistas no necesitan ya una gran infraestructura humana y material. Por eso, o tomamos plena conciencia de ello, o, más pronto que tarde, en lugar de un gravísimo problema tendremos dos, cuando, como en Holanda hace unos días, la derrota del populismo xenófobo se produzca en gran medida a costa de que quienes luchan contra él acaben asumiendo gran parte de su discurso y sus reivindicaciones. Y es que ni los Estados pueden seguir pidiendo paciencia eternamente a poblaciones que se sienten indefensas, ni las sociedades refugiándose del fanatismo criminal en el buenismo de las flores y las velas.

Seamos claros: la única manera de evitar la creciente exigencia de soluciones radicales contra el conjunto de la comunidad islámica en Europa («¡echemos a los moros!», «¡clausuremos todas las mezquitas!») es aumentar de forma sustancial la eficacia de la lucha contra los terroristas y quienes los amparan, ayudan y financian por todos los medios legales disponibles. Si no logramos hacerlo y los atentados se convierten en nuestro amargo pan de cada día no habrá forma de parar el antiislamismo que ya recorre muchas sociedades europeas. Junto al terror, ese es el gran riesgo del presente: si quienes creemos en la convivencia con el islam no ganamos esta guerra, antes o después acabarán dirigiéndola desde las instituciones quienes están convencidos que tal convivencia es imposible y de que, por tanto, el islam mismo debe ser extirpado de Europa de raíz.