España se desmarca

OPINIÓN

10 abr 2017 . Actualizado a las 07:41 h.

Si le llamamos marca España a los matices con los que el mundo nos ve y entiende, este país va muy bien, y su prestigio no deja de crecer gracias al relato de millones de personas que cada año nos visitan. Pero si le llamamos marca España a cómo nosotros nos vemos, y a la estúpida ignorancia y amargo derrotismo con los que describimos la nación que nos acoge, España aparece como un país miserable, corrupto y desigual, en el que, mientras la casta se merienda el PIB, la gente trabajadora se hacina en las plazas, con mono de jornalero, para ver si algún señorito nos contrata, para un tórrido día de siega o de vendimia, a cambio de un bocadillo. 

Si España se describe con datos recogidos y tratados con rigor, es uno de los países más felices del mundo. Pero si se describe a partir de nuestras percepciones, de las emociones -la pathoscopia, le llamo yo- o de conceptos imprecisos y estadísticamente manipulables, como exige la nueva política, España es un agujero negro de la historia, ya que nadie puede competir con nosotros en vernos gordos en el espejo, viejos en las fotos, desaliñados en la calle, tacaños en la taberna y vagos en el trabajo. Y a eso contribuyen no solo los ciudadanos -que, según el CIS, somos individuos muy felices entre vecinos desgraciados-, sino también algunos partidos, medios de comunicación, intelectuales progres y artistas autoevaluados que, hartos de oler incienso y ajo, suspiran por la vida y virtudes de los países nórdicos, que, convertidos en la gran utopía de la posmodernidad, suman en su descripción a Jauja, Eldorado y el Paraíso Terrenal.

Para poder mantener esta dualidad, la semana pasada nos brindó tres payasadas que, urdidas para destrozar la marca España, fueron presentadas como la cutre agenda del país. La mayor de estas payasadas fue el desarme de ETA, que, siendo en realidad el estertor de una banda de asesinos, envejecidos por el odio, fue escenificada como el armisticio de Compiègne, donde los grandes imperios del siglo XIX asumieron su obsolescencia. La segunda mamarrachada fue la visita de Puigdemont a la plantación de cacahuetes de Carter, para pedirle -¡por favor!- que salve a los catalanes de un Estado antropófago que se los quiere comer. Aunque, ante el estupor de Carter, tuvo que explicarle por qué este Estado autoritario y liberticida -«como Turquía», le dijo- no le impide exhibirse por ahí como honorable president, contradiciendo con sus hechos lo que sus palabras afirman. Y la tercera patraña fue el rufianesco interrogatorio a Jorge Fernández y Daniel de Alfonso, que convirtió el Congreso en un ring de odios y malas artes que nada tiene que ver con la gobernación y defensa del interés general.

La suerte que tenemos -dijo Miguel Hernández- es que «nunca medraron los bueyes / en los páramos de España». Y allá fuera lo saben.