Pablo y los ricos

Gonzalo Bareño Canosa
Gonzalo Bareño A CONTRACORRIENTE

OPINIÓN

11 abr 2017 . Actualizado a las 08:08 h.

Aunque pueda parecer increíble, en pleno siglo XXI hay quien considera que todo aquel que prospera económicamente hasta convertirse en millonario es sospechoso y despreciable. Alguien podría pensar que semejante pensamiento cavernícola solo puede proceder de países subdesarrollados, colonizados y sumidos en la miseria, o de mentes más cercanas al discurso de Pol Pot y Kim Jong-un que al de un político del mundo occidental. Pero no. Resulta que aquí mismo, en esta España nuestra, al líder de la tercera fuerza del país, Pablo Iglesias, los ricos le producen urticaria por el hecho de serlo, hagan lo que hagan y se dediquen a lo que se dediquen. 

Al líder de Podemos le «ofende», por ejemplo, que Amancio Ortega, una de las mayores fortunas del mundo, haya tenido la desfachatez de donar a la sanidad pública española 320 millones de euros para ayudar en el diagnóstico y el tratamiento del cáncer. Pablo por ahí no pasa. «¿Usted qué se ha creído: que esto es un país del Tercer Mundo?». Esa es la aguda reflexión que le ha merecido el gesto de Ortega al que se proclama líder de la nueva política, que consiste en convertir la filantropía en delito. «No me gustan las dinámicas tercermundistas del millonario que regala dinero al sector público para hacer un hospital», añade el perspicaz Iglesias, que acusa a Ortega de hacer márketing dando «limosnas».

A la miseria moral que supone criticar que se hagan donaciones que servirán para mejorar las condiciones de vida de enfermos de cáncer de todas las comunidades españolas, añade una demostración de supina ignorancia, confundiendo la filantropía con la limosna. En las naciones más desarrolladas del planeta, como Estados Unidos o Gran Bretaña, los grandes millonarios hacen inmensas donaciones para la investigación y el tratamiento médico. Y nadie, ni de derechas ni de izquierdas, se siente ofendido por ello o tratado como un ciudadano del Tercer Mundo. Al contrario, locos ellos, suelen agradecer que alguien contribuya con su dinero a mejorar la vida de los demás.

A estas alturas, recuperar el sermón troglodita que reduce la política a un enfrentamiento entre pobres y ricos, y que anima a escupir a la cara a cualquiera que prospere y cree puestos de trabajo, no supone adelanto ni progresismo alguno, sino más bien un retroceso a los abismos más oscuros de la historia. Enarbolar la falacia de que todo millonario es corrupto por el mero hecho de serlo, o convertir a los emprendedores y a quienes tienen éxito profesional en seres abyectos, es un pasaporte a la ruina económica, social y moral.

Prosperar para tener una vida mejor, para proporcionársela a los tuyos y para ayudar a los demás es el objetivo de la inmensa mayoría de las personas. Si no existiera esa predisposición genética a mejorar nuestras condiciones de vida -a hacernos «ricos», en el pedestre lenguaje de Iglesias-, andaríamos todos en taparrabos y comiendo raíces. Y entonces, querido Pablo, ni habría sanidad pública, ni todos los filántropos del mundo podrían ayudarnos contra el cáncer.