Cine negro a la española, una luna de miel que empalaga

José Luis Losa

CULTURA

Un exceso de buen rollo entre crítica y público ha inflamado la fiebre del nuevo thriller ibérico, sobrevalorado hasta extremos insólitos como el de la nefanda «Que Dios nos perdone»

28 oct 2016 . Actualizado a las 18:16 h.

No sé si habrán ustedes reparado en la luna de miel que vive un sector mayoritario de la crítica con el llamado neo-thriller o nuevo cine negro español. Si hacemos caso a ese delirio de sobrevaloración, parecería que asistimos a una edad de oro en la cual cada fin de semana nos estrenan La senda tenebrosa, El sueño eterno, En un lugar solitario y Cayo Largo. Como si Delmer Daves, Nicholas Ray, Howard Hawks o John Huston fuesen un pálido remedo de una generación de directores españoles que parecen haber reinventado los roaring twenties. O como si Antonio de la Torre hubiese empequeñecido a James Cagney. Hoy mismo, las salas acogen el advenimiento de un filme, Que dios nos perdone, precedido de alharacas e hipérboles desde que se vio en el pasado festival de San Sebastián. Es este un bodrio de maldad contundente, con un guion infausto, una insufrible pareja de buddy-movie (el ya citado De la Torre, aquí un tartamudo de cuidado, y Roberto Álamo, en un rol sobreactuado hasta la crispación) que busca a un asesino de ancianas amante de los gatos.

Y una estructura de obra-frankenstein que quiere meter en cirugía pedazos de Seven, de El silencio de los corderos, hasta de la bombilla de Psicosis, pero que deviene película-estafa, artificio chapucero vendido por la fanfarria de un grupo mediático que nos convence ya desde el sofá que estamos ante una joya del cine taquicárdico y tenebrista. Y entonces, ¿qué hay de cierto en el soufflé? Pues ciertos méritos, hay que reconocerle a la industria española a la hora de generar este clima de buen rollo ante nuestros policías y ladrones del siglo XXI.

Para ser honestos, el padre de este boom se llama Enrique Urbizu. Cuando él filmó Todo por la pasta y La caja 507, los más veteranos hablaban de los escasos nombres relevantes que supieron tratar el cine negro en España (Julio Coll, con Distrito Quinto, o Francisco Pérez Doltz con A tiro limpio, ambos con el mérito inmenso de transgredir la censura franquista; y ya en democracia, el Garci de El Crack y (aún más de El Crack II). Y se hablaba de ellos como de algo tan lejano como las Copas del Athletic. En ese erial, Enrique Urbizu fue capaz de tomar a los entonces costumbristas Resines y Coronado y de elevarlos a fieles de la balanza de un thriller claustrofóbico. Es verdad que cuando Urbizu, años más tarde, fue rehabilitado como el padre de la nueva generación con la desigual No habrá paz para los malvados, de nuevo con Coronado, en una trama de conspiración que se comía el alma del filme, ya había algo de impostura en su éxito.

Y tras él, llegó el nuevo figura de la serie negra nacional. El andaluz Alberto Rodríguez, con Grupo 7, situaba en la Sevilla de la Expo-92 a una banda de hombres de Harrelson cañí que ya comandaba Antonio de la Torre, quien, como verán, es el Cagney o aun el Bogart de esta quinta Con De la Torre y Mario Casas pasando las de Caín en el barrio del Pumarejo, Grupo 7 desmochó el camino. Poseía pulso y los desequilibrios de su estructura fueron ya obviados en críticas entusiásticas que coincidían ya en un elemento desorbitado y después ya referencial: considerar a De la Torre como nuestro De Niro. Todavía le restaba a Alberto Rodríguez prestar un servicio todavía más impagable a la causa del nuevo thriller español. La isla mínima, una sólida aventura donde se mezclaban estéticas a la page (True Detective) con guiños a las zonas de sombra de la amnesia de la Transición y una pareja de polis (Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez) que (esta vez sí) funcionaba con carnalidad se mereció un justo equilibrio de prestigio crítico e industrial.

Este fue el puente de plata que se ganó para la causa al público. Hay un antes y un después de La isla mínima. Porque todo lo que llega tras ella es peor(aún estimable en el caso de Tarde para la ira, debut en la dirección de Arévalo, uno de sus dos protagonistas) y ya no habrá mesura ni cedazo crítico ante la avalancha. Todo polar ibérico será paseado bajo palio y con glosa desmesurada de sus andares.

Por ahí es por donde llegan películas desganadas y torpes, malas sin paliativos como El niño, que encima funcionan en taquilla de acuerdo al combo promocional que pasa por su promoción en Tele 5 o Antena 3, según corresponda a uno u otro grupo. (Obsérvese que la gran película española más que negra, ténebre e irrespirable, la soberbia Magical Girl, fracasa en la taquilla debido a que quien debería haberla respaldado en su campaña publicitaria, TVE, se lava las manos).

Y ya luego entramos en la manufactura de sucedáneos: Cien años de perdón, Toro (ambas con Luis Tosar) y este mismo fin de semana, Que Dios nos perdone. Ya les decía que es abrumador el decalaje entre la naturaleza de mal cine del toco-mocho del filme de Rodrigo Sorogoyen (la idea de guion por la cual De la Torre y Álamo identifican al asesino de señoras es digno de Mortadelo y Filemón y generó mucho humor en el festival de San Sebastián) y el frontón propagandístico que convence al personal de que esta filfa que raya en las parodias de José Mota es casi un sublime David Fincher. Respiramos el artificio de un incensario que acompaña esta inventada edad de oro del cine negro español. Y de esa falacia se resienten incluso películas nobles, bizarras, empáticas como Tarde para la ira.

Es obra muy defendible si se acepta que habita en ella un empacho de España negra y de inverosimilitudes argumentales. Pero ya saben, no caben reparos. Todo el noir ibérico es, por decreto, Tony Montana, Scarface y de ahí para arriba. Y así, al rojo vivo, se nos vende, y va colando, que nuestro neo-thriller es el rey del mundo.