El Apocalipsis sucedió en el Naranco

CULTURA

Gaspar Meana concluye la reedición de Las crónicas de Leodegundo con una original interpretación del palacio de Santa María y los frescos de San Miguel de Lillo

22 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Durante más de una década, Gaspar Meana (Gijón, 1960) se embarcó en un esfuerzo titánico. Desde 1994 hasta 2006 el dibujante asturiano estuvo inmerso en la elaboración de Las crónicas de Leodegundo, una serie de álbumes en los que relataba, a través de viñetas, la historia del Reino de Asturias y que originalmente publicó, en asturiano, Llibros del Pexe. En 2013, la Universitat de les Illes Balears comenzó su reedición en castellano, tarea que acaba de concluir con la aparición del quinto tomo de esta nueva versión, que agrupa lo que en su origen fueron los cinco últimos cómics. La obra es excepcional por su ambición y su envergadura. No se limita a narrar los avatares de los reyes asturianos, sino que repasa los grandes acontecimientos que, a lo largo de los primeros compases de la Alta Edad Media, tuvieron lugar en distintos enclaves de Europa y el Magreb a fin de trazar un fresco lo más completo y panorámico posible de aquel momento histórico. En su cierre, sin embargo, radica el meollo de la cuestión, porque es donde se expone el verdadero embrión de sus crónicas y se ofrece una lectura tan original como rompedora acerca de los monumentos del Naranco. En su momento, cuando el capítulo XXV vio la luz en lengua asturiana, quise que el autor me explicara el porqué de sus Crónicas. Su respuesta no pudo ser más rotunda: «Me di cuenta de que en Asturias hubo un golpe de Estado hace muchos siglos, y quise hacer justicia con los vencidos». 

Para entender esas palabras conviene repasar la Historia a la luz de las crónicas de la época. Según esas fuentes, Alfonso II nombró sucesor en el trono de Oviedo a un primo suyo, de nombre Ramiro, que habría sido hijo del monarca que le antecedió, Bermudo I. Cuando el Rey Casto falleció, su heredero se encontraba guerreando en Galicia y un usurpador llamado Nepociano aprovechó para ocupar el trono de forma ilícita. Ramiro, al enterarse, puso rumbo a Oviedo y presentó pelea al impostor, al que acabó derrotando en lo que hoy se conoce como las Casas del Puente, muy cerca de Cornellana. Se inauguraba así el periodo que los historiadores denominan «ramirense» y que depararía la etapa de máximo esplendor del arte prerrománico, materializada en los monumentos del Naranco y la ermita de Santa Cristina de Lena. Gaspar Meana piensa que la realidad pudo ser muy distinta. Para empezar, no cree verosímil que Alfonso II nombrara sucesor a su primo Ramiro porque las relaciones entre ambos no debían de ser muy buenas. Para seguir, recuerda que Ramiro era hijo de Bermudo I, un monarca que era diácono y que, por lo tanto, no podía casarse ni tener descendencia. Eso quiere decir que Ramiro estaba incapacitado para reinar por su condición bastarda, dado que lo más probable era que su madre fuese una prostituta. Siguiendo este razonamiento, Nepociano habría sido el sucesor legítimo del Rey Casto en el trono de Oviedo y Ramiro, en consecuencia, el verdadero usurpador. «No hay que olvidar que las crónicas del Reino de Asturias fueron escritas por Alfonso III, que era nieto de Ramiro y quiso legitimar con ellas a su propia familia. Lo consiguió.»

El entronizado de San Miguel de Lillo

Llegar al meollo de la cuestión exige aproximarse a la iglesia de San Miguel de Lillo y prestar atención a uno de sus elementos decorativos, que tristemente se ha puesto de actualidad en estos días. Se trata de la famosa figura entronizada que alguien pintó en uno de sus muros interiores, hoy muy desgastada por la humedad y el abandono, y en la que casi todos los historiadores han querido ver una representación de la Virgen con el Niño. Meana, amparado en reconstrucciones de la pintura y en diversas fuentes bibliográficas, le da una interpretación muy distinta. Explica que la figura tiene sus dos manos libres y que lo que tradicionalmente se identifica con el Niño Jesús se encuentra bastante apartado de ella, lo que invalidaría la interpretación tradicional. Al sedente, además, le rodean una serie de pequeños cuadrados en los que se inscriben rosáceas casi circulares y aspas. Ahí estaría la clave. «En la iconografía medieval cristiana, el cuadrado simbolizaba lo terrestre, el círculo remitía a lo celestial y el aspa era la inicial del nombre de Cristo; si juntamos todos esos elementos, tenemos un mensaje muy claro: Cristo celeste en la tierra. Ésa es la verdadera identidad de la figura entronizada».

¿Y el objeto que se ha venido identificando con el Niño? Para responder a esa pregunta hay que reparar en que la enigmática figura no se encuentra sola en la escena. A ambos lados aparecen otros dos personajes, con sus rostros desprovistos de facciones, y algo más abajo se distingue otro que, de espaldas, extiende sus brazos hacia el sedente como si fuese a recibir algo, que bien podría ser ese objeto en el que casi todos ven a un Niño Jesús y que el protagonista de la escena parece dejar escapar de sus manos. Meana habla de la Parusía, es decir, de la segunda venida de Cristo a la tierra. Se trata de un pasaje del Apocalipsis en el que se cuenta cómo el Redentor aparece en un trono portando un libro sellado que sólo los puros pueden tocar y ver. Cobran así un nuevo sentido tanto las figuras situadas a ambos lados del entronizado y que carecen de rostro (por lo que están incapacitadas para ver) y también la actitud del personaje que mantiene sus brazos en posición de espera. A la luz de las palabras de Meana parece hacerse evidente lo que el maestro anónimo pretendía transmitir con el fresco, y también resulta sencillo hallar equivalencias para otros muchos trazos que, con dificultad, se dejan ver en la pintura. El círculo que enmarca al sedente sería el arcoíris que, según la Biblia, aparecería tras el Segundo Comienzo; las líneas paralelas que nacen en la conexión entre el arco y el trono delimitan el río de vida con el que Cristo premiará a los buenos al final de los tiempos, y los árboles que rodean el manantial son aquellos que darían los frutos que San Juan calificaba de «saludables para las naciones». El Apocalipsis estaría, pues, perfectamente representado en una de las paredes de San Miguel de Lillo, aunque las condiciones en que se conserva actualmente la pintura hagan difícil apreciarlo. De hecho, el tiempo y la desidia casi han borrado por completo esa escena con la que Ramiro I pretendía, según Gaspar Meana, resumir las líneas que guiarían su programa político.

No se puede decir que el sucesor de Alfonso II fuese un rey benévolo. Pasó a la posteridad con el sobrenombre de «vara de la justicia», y son famosas las purgas que periódicamente realizaba contra aquellos a los que consideraba indignos de vivir en los territorios sobre los que ejercía su dominio. El autor de Las crónicas de Leodegundo tiene en su poder una lámina extraída de un volumen sobre iconografía cristiana en la que se representa ese lugar donde, según el Apocalipsis, se iba a celebrar la entrega de aquel libro sellado. Es una estancia cuadrangular y cubierta por una bóveda a la que flanquean dos abismos. Su disposición se parece mucho a la de un edificio que se encuentra a unos pocos metros de San Miguel de Lillo. Estamos llegando a otro de los nudos gordianos del asunto.    

Sala de justicia

En efecto, la planta superior de Santa María del Naranco es rectangular, se cubre con una bóveda de cañón y a ambos lados se abren sendos belvederes que, si se piensa que el arte medieval mezcla a partes iguales la propaganda política y el simbolismo religioso, bien podrían constituir una metáfora del vacío. Meana señala que la bóveda está sujeta por siete arcos fajones, uno más de los estrictamente necesarios, y recuerda que el siete simboliza la perfección. Un significado que, unido al carácter celestial del círculo, nos remite una vez más a la divinidad, máxime teniendo en cuenta que San Juan afirma que el Apocalipsis concluirá con un arcoíris. Los medallones no serían más que la representación de los rayos y truenos que saldrían del trono, y en las bandas que los unen a la bóveda estarían representados los veinticuatro ancianos que arrojarían sus coronas ante el Redentor. El resto de la iconografía de Santa María no haría más que refrendar esta hipótesis, con las «aves de toda especie» y las «fieras» de las que hablaba San Juan representadas en sus filigranas de piedra. De pronto el edificio más hermoso de todo el arte prerrománico se transforma en un lugar terrible.

¿Cómo podía un rey, por devoto que fuera, vivir dentro de un edificio en el que cada adorno constituía un símbolo nada halagüeño de lo que estaba por venir? Gaspar Meana recuerda que ya el arqueólogo César García de Castro dudaba del carácter palaciego de Santa María, dado que la construcción tiene unas dimensiones muy reducidas como para pretender albergar a un monarca con su séquito. El dibujante cree que su finalidad tuvo que ser otra, y la existencia en la cripta, bajo el mirador oriental, de una estancia conocida como «la piscina», y de un cuarto simétrico en el lado opuesto cuya función nunca ha podido determinarse, le llevaron a pensar que allí pudieron celebrarse estremecedoras representaciones del Juicio Final. El adjetivo no es casual, porque en Santa María del Naranco, al hilo de la hipótesis de Meana, pudo morir mucha gente. Puede que tanta como Ramiro I ajustició desde que se construyó el edificio hasta que terminó su reinado.  

La «Reina Paterna» 

En Santa María se encontró hace tiempo un ara que posiblemente se instaló en un mirador ubicado al sur que ya no existe. La inscripción que lo rodeaba hacía referencia a una «Reina Paterna». Muchos historiadores vieron en esas palabras una alusión a la esposa de Ramiro I, pero Meana prefiere darles una interpretación más literal. Explica que las crónicas dicen que Bermudo I, padre de Ramiro y antecesor de Alfonso II, dejó el trono «al recordar que era diácono». En su opinión, esa frase resulta un tanto irónica si se piensa que el único que estaba en disposición de recordárselo era el propio Rey Casto, que quería asumir el poder como descendiente directo de Fruela I y último eslabón, por tanto, de la estirpe de Pelayo. Tras su abdicación, Bermudo ingresó en un convento y le fue imposible tener descendencia, lo que unido a razones meramente cronológicas da pie a pensar que Ramiro fue concebido mientras Bermudo reinaba. Eso le convertía en un hijo ilegítimo, porque su padre ya había hecho los votos por aquel entonces. La inscripción en el ara da a entender que en ese lugar hubo un enterramiento y que fue, además, el de una mujer. Meana cree que esa tumba pudo estar ante la puerta de acceso a la planta superior, donde hoy sólo queda una piedra alargada como testigo mudo de aquella posible sepultura. Ramiro, igual que le ocurriera siglos atrás al emperador Constantino, no podía reinar porque se lo impedía la propia naturaleza de sus progenitores, un hombre de iglesia y una prostituta. Lo que hizo, según la hipótesis de Meana, fue dar un golpe de Estado contra Nepociano, ocupante por derecho del trono ovetense, para, una vez entronizado, trabajar en aras de su propia legitimación. Eso pasaba por «reivindicar» la figura de su madre. Por ello, no estuvo nunca enterrada en el panteón real de la ya desaparecida iglesia de Santa María, contigua a la basílica del Salvador, ni tampoco bajo tierra, como todos los representantes de la monarquía. Estuvo «elevada», justo en la confluencia de las dos escaleras que dan acceso al piso alto de Santa María del Naranco y, por lo tanto, al nivel del mismo cielo, porque hay que pensar que era éste el que se representaba en la planta noble del edificio. Ramiro I puso el edificio bajo la advocación de la madre de Cristo y, en la clave de un arco que se conserva en el Museo Arqueológico de Asturias, se refiere a la persona allí enterrada como «castísima», igual que lo tuvo que ser la propia Virgen. En Santa María del Naranco, pues, el rey identifica a su madre con María y se equipara a sí mismo con Cristo. En otras palabras, y retomando la línea apocalíptica, se legitimaba para impartir justicia según su conveniencia. Si él era hijo de Dios, sus enemigos lo eran también del Hacedor y merecían morir por ello. ¿Y qué mejor escenario para poner fin a sus vidas que un edificio en el que se mostraban los pormenores del Juicio Final?

Meana admite que en este punto se entregó a la fabulación. Que no puede verificar que en Santa María llegaran a celebrarse ejecuciones ni que éstas revistiesen un carácter circense, aunque así lo cuente en el tramo final de Las crónicas de Leodegundo y aunque algo de eso pueda sospecharse si, con esta teoría en la cabeza, uno vuelve a prestar atención a las jambas de San Miguel de Lillo.  No obstante, aprovecha para recordar la historia de Bernardo del Carpio y la existencia de un corpus literario asturleonés que durante un tiempo se cantó separado del que es hoy el ciclo épico más conocido (el que narra las batallas de un héroe medieval contra Carlomagno) y en el que un personaje clama insistentemente ante Alfonso II por sus derechos sucesorios. El nombre de Bernardo, dice Meana, es una derivación de Ben Barmud, que haría referencia al «hijo de Bermudo». Es una hipótesis más que sumar a la que durante más de una década dio empuje y sentido a la soberbia narración desplegada en Las crónicas de Leodegundo. Una obra a medio camino entre la historia y la ficción que, más allá de las adhesiones o réplicas que procuren las teorías que la mueven, merece aplauso y reconocimiento.