La Voz de Asturias

Lenguas

Opinión

Luis Ordóñez

28 Jan 2018. Actualizado a las 10:58 h.

Será de tanto abusar del dicho de que la pluma es más fuerte que la espada que hemos terminado por convertir las lenguas en el máximo peligro. Últimamente hay gente a la que no le escuchas mayor temor que lo que pueda pasar con el habla, ¡cuidado que por ahí viene un idioma suelto! Nos gusta pelearnos por el lenguaje, es genial porque eso significa que muchas veces la pluma es la espada y quizá es el juguete más divertido.

Hay idiomas que damos por muertos, como el latín, aunque gracias a que un corresponsal del Vaticano mantenía afilado su conocimiento de las declinaciones romanas pudo ser el primero en contar en exclusiva la increíble noticia de que un Papa presentaba su dimisión, porque Ratzinger lo anunció así, mientras los demás pensaban que daba un sermón normal y corriente. Hay lenguas a las que para despreciarlas se les llama dialectos aunque la mayoría de los grandes idiomas de la literatura europea son precisamente dialectos de esa lengua muerta. Hay otros a los que se les acusa de ser inventados, como si hubiera una lengua natural, aunque el insulto no se pierde en disquisiciones sobre la larga evolución de siglos de los idiomas sino que se refiere a que están «fabricados en un laboratorio»; metáfora también --porque quiere expresar un concepto a través de otro-- ya que no se conoce lengua alguna surgida de una probeta. Quizá, solo quizá, el origen de la lengua está a caballo entre la onomatopeya y la metáfora, una sobre otra. Sí hay idiomas inventados, algunos como el esperanto con propósitos globales, otros más humildes como recursos literarios. Está el klingon  de Star Trek y el quenya y el sinderin para los elfos de las sagas de la Tierra Media, estas que fabricó Tolkien las hizo primero que sus relatos porque quería saber cómo serían los pueblos que las hablaran. En la realidad es al revés porque a través del estudio de un idioma se puede rastrear la historia y también una historia.

Yo tengo el convencimiento de que no se puede amar una lengua sin amarlas todas, pero hay mucha gente convencida de lo contrario. También se suele pensar que los conflictos de este tipo sólo pasan en España. Y, sin embargo, era noticia esta semana la clausura de un comercio de quesos en Amsterdam porque en vez de utilizar el neerlandés, todos los rótulos y la atención a la clientela se hacían en inglés. Fue un juez y dijo que no. De cara al próximo festival de Eurovisión, después de años en los que España ha enviado composiciones también en la lengua de Albión para sonar más internacional, resulta que se presentan con canciones en español naciones tan ajenas a la hispanidad como Noruega, Armenia o Moldavia, y ha hecho acopio de los precandidatos la revista Vanity Fair, que es la feria de las vanidades.

El común de los mortales solemos llamar academia de la lengua a una Real Academia que no tiene otro apellido que española. A veces la institución protesta por lo que se elige para Eurovisión, otras veces se le reclama que cambie alguna definición de alguna de sus palabras como si fueran las acepciones las que pueden marcar los cambios sociales. Se llamaba antiguamente marranos a los conversos, y ahora ya hay muy pocos de esos y además nos importa un bledo a la mayoría pero pudiera ser que alguien lo considerara tan ofensivo que debiera retirarse del diccionario. Mala idea porque entonces leyendo un texto antiguo podríamos pensar que la gente obsesionada con la pureza de sangre en el Siglo de Oro tenía una preocupación desorbitada por la cabaña porcina. La RAE, por cierto, se ocupa de establecer unas normas comunes para el español que llamamos castellano, y que no se habla igual en Palencia que en Jaén, pero qué curioso que nadie dice por eso que sea un idioma de laboratorio o que se van a perder las variantes locales. 

Hay una leyenda galesa, totalmente falsa, que cuenta cómo unos antiguos bretones se llevaron a su tierra a varias mujeres romanas pero a todas les cortaron la lengua para no pudieran contaminar el idioma galés. Menos mal que es mentira aunque aterra pensar que sin espada, ni pluma ni metáforas haya hoy todavía quien quiera aniquilar una lengua, no el músculo de la boca, sino el habla de alguien. Por cierto, no es leyenda sino totalmente verídico, que el origen del nombre del mago Merlín era un gaélico Myrddin que los escribas latinizados medievales cambiaron porque a sus oídos les sonaba a mierda. Así son las lenguas, con sus luces y sus miserias.


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