Quemar el contrato social (III): el agente anaranjado
Opinión
19 Mar 2025. Actualizado a las 05:00 h.
En una sesión de un programa psicoeducativo sobre vida activa y saludable que estoy desarrollando para personas mayores, hablando sobre sobre las emociones (de las que escribí en el artículo anterior), la empatía y la asertividad, como reguladores de la relaciones interpersonales, una participante me preguntó si la gente como Trump ignoraba deliberadamente estas nociones relacionadas con el respeto y la dignidad de las personas. Otra preguntó si yo podía confirmar, como psicólogo, que Trump está loco.
En primer lugar, en los ámbitos de la ciencia de la conducta y de la salud mental, rechazamos la etiqueta popular de «locura» para aquellas conductas inusuales que contravienen las normas sociales. En segundo lugar, no debemos hacer diagnósticos sin hacer una evaluación exhaustiva de la persona en cuestión. Por lo tanto, respondí, lo que me interesa en primer lugar es conocer cómo ha sido la vida de esa persona; cómo ha sido su infancia, qué modelos de relaciones ha tenido (recordemos la aseveración de Rousseau respecto a la familia) y si ha tenido experiencias traumáticas. Como expliqué en un artículo anterior, estas condiciones, entre las que se incluye una infancia afectivamente pobre, inciden en el desarrollo cognitivo y se pueden manifestar en forma de: déficits de control de impulsos, de regulación emocional y de empatía y, consecuentemente, conducta antisocial y violencia, definida esta como «El uso intencionado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones» (OMS).
Con estos argumentos, conociendo la historia del personaje, y asistiendo a diario a las declaraciones y acciones que se ufana en exhibir por doquier de forma altanera, no es difícil empezar a identificar señales de trastorno conductual. Aunque, como expliqué en este otro artículo, dichos trastornos deben ser tenidos en cuenta como respuestas del organismo a una presión ambiental relacionada, principalmente, con las relaciones de poder y las amenazas percibidas, más que a alteraciones psicofisiológicas que serían, en muchos casos, una consecuencia más: un síntoma, no una causa, de la conducta perturbada o perturbadora.
Veamos el siguiente patrón de conducta:
- Tener un aire de superioridad irrazonable y necesitar constantemente la admiración excesiva de los demás
- Sentir que merecen tener privilegios y recibir un trato especial
- Esperar que se reconozca su superioridad, incluso sin haber logrado nada
- Hacer que sus logros y talentos parezcan más importantes de lo que son
- Preocuparse por fantasías sobre el éxito, el poder, la brillantez, la belleza o la pareja perfecta
- Creer que son mejores que los demás y que solo pueden pasar tiempo con personas tan especiales como ellas o que únicamente ese tipo de personas podrán entenderlas
- Criticar y menospreciar a las personas que no consideran importantes
- Esperar favores especiales y que los demás hagan lo que ellas quieren sin cuestionamientos
- Aprovecharse de los demás para lograr lo que quieren
- Tener incapacidad o falta de voluntad para reconocer las necesidades y los sentimientos de los demás
- Envidiar a los demás y creer que son envidiadas por otras personas
- Comportarse con arrogancia, alardear mucho y ser consideradas engreídas
- Insistir en que tienen lo mejor de todo, por ejemplo, el mejor automóvil o la mejor oficina
- Estas personas tienen dificultad para reaccionar a aquello que perciben como una crítica. Pueden comportarse del siguiente modo:
- Impacientarse o enojarse cuando no reciben un reconocimiento o un trato especial
- Tener grandes dificultades para interactuar con otras personas y sentirse menospreciadas con facilidad
- Reaccionar con ira o desdén y tratar con desprecio a otras personas para dar la impresión de que son superiores
- Tener dificultad para manejar sus emociones y su comportamiento
- Tener gran dificultad para enfrentar situaciones de estrés y adaptarse a los cambios
- Evitar situaciones en las que pueden fracasar
- Sentirse deprimidas y temperamentales porque no alcanzan la perfección
- Tener sentimientos ocultos de inseguridad, vergüenza, humillación y miedo de que se descubra que son un fracaso
Todos estos síntomas pertenecen a la descripción del trastorno de personalidad narcisista de una de las más prestigiosas instituciones médicas de Estados Unidos: la Clínica Mayo.
En cualquier caso, se quieran ver o no las coincidencias con su conducta, alguien que tuvo como mentor a Roy Cohn, un abogado desalmado que, como fiscal consiguió penas de muerte sin demostrar fehacientemente la culpabilidad de los reos, con procedimientos poco éticos; que destruyó carreras profesionales con acusaciones sin fundamento, siendo asesor del senador McCarthy en la caza de brujas denominada el «terror rojo» (Red Scare); que perseguía cruelmente a los homosexuales, ocultando su propia homosexualidad, e hizo que los que eran funcionarios fueran despedidos, que algunos perdieran sus casas y sus familias, y otros se suicidaran, en lo que se llamó el «terror lila» (Lavender Scare); que defendió como abogado a la mafia, además de a la familia Trump; que no tenía escrúpulos en extorsionar a políticos y otros cargos para conseguir sus objetivos; que fue inhabilitado por el Colegios de Abogados por sus prácticas poco éticas; y que acabó muriendo de SIDA. Este terrorista, en fin, instruyó en sus tácticas al agente anaranjado enseñándole a alcanzar sus fines por encima de cualquier consideración ética o legal, mediante la agresividad, la negación de sus errores, sus fracasos y de la realidad que le contradiga, la imposición de su «verdad» mintiendo, y la manipulación de los medios de comunicación.
Alguien de quien el periodista al que contrató para perpetrar por encargo una biografía de ensalzamiento con mucho maquillaje (Tony Schwartz: «El arte de la negociación», 1987), que multiplicaría su fama, confesó, arrepentido de la autoría, lo difícil que fue escribir el libro, pues cuando conseguía que se concentrara y hablara: «Mentía sobre su dinero, sobre sus negocios, sobre su padre. Mentía cuando pensaba que podía sacar una ventaja y cuando se encontraba en problemas. Y si lo enfrentaba con los hechos reales, lejos de disculparse, se volvía obcecado y violento». «Le puse lápiz labial a un cerdo».
Alguien que tiene como principal asesor a Elon Musk, a quien admira por su inteligencia, «medida», probablemente, por su riqueza, que simpatiza con totalitarismo fascista y dice que «La debilidad fundamental de la civilización occidental es la empatía», convertida en un arma que explotan otras civilizaciones que, poco menos, acabarán invadiendo EEUU en una versión americana, igual de infame que la original, del «gran reemplazo», del «genocidio blanco».
Alguien que se apoya en movimientos conspiranoicos como QAnon, declarado por el FBI como una fuente de terrorismo interno, y en movimientos neorreaccionarios de inspiración nazi como NRx, que pretenden curar al país de la enfermedad de la democracia, de las pretensiones de igualdad como la que se aspira en el acceso a derechos, o entre hombres y mujeres, instaurando un gobierno autoritario tecnocrático, de tipo feudal, con privilegios para unos pocos y el abuso de poder como forma normalizada de relación.
Siguiendo la premisa del filósofo Thomas Carlyle (1795-1881), «La democracia es la desesperación de no encontrar héroes que nos dirijan», no es extraño que alguien como el agente anaranjado se presente como uno de esos héroes. Un mesías legitimado para actuar sin la mesura y cautela exigidas; a su antojo, impunemente: «Quien salva a su país, no viola ninguna ley». Un agente tóxico. Porque quien desprecia los Derechos Humanos, los derechos sociales o el derecho internacional, está moralmente inhabilitado para tomar decisiones que afecten a otras personas.