El viaje a ninguna parte
Opinión
16 May 2025. Actualizado a las 05:00 h.
Las filtraciones de origen todavía en curso de especulaciones que comprometen a Pedro Sánchez y a la estabilidad del ejecutivo en general suponen un precedente que pone «en boxes» a la democracia española, más allá incluso de la repercusión pública y mediática que lastra un poquito más la imagen institucional del propio Gobierno.
El problema fundamental que sobrevuela en realidad todos y cada uno de los foros de opinión mayoritariamente televisados que se están dando en consecuencia, con los hipotéticos que estarán por venir a partir de las próximas semanas, reside en la asunción que se hace sin ningún tipo de reparo deontológico de la potencialidad caníbal que se encuentra al servicio de tan solo el deterioro consiguiente, de facto, de la funcionalidad y del sentido existencial de las instituciones políticas, emanadas democráticamente desde las urnas a cargo de los representantes políticos que las ostentan.
La predisposición absolutamente naíf y al mismo tiempo pretenciosa con la que los formatos de comunicación generalistas están abordando la noticia de actualidad por excelencia en lo que llevamos de semana representa un buen ejemplo de una de las principales dificultades que la misión periodística afronta hacia las profundidades de sus adentros, que no es sino la de hacer un ejercicio de reflexión colectiva en el gremio, también corporativa y no solo por razón de oficio vocacional, que busque dar respuesta a la gran pregunta sin respuesta que todo hijo de vecino, o de buen periodista, debería plantearse para consigo mismo: ¿Se puede permitir el periodismo hacerse eco de unas filtraciones presumiblemente ilegales a la manera que induce la lógica de su responsable?
En buena medida, los medios de comunicación que por inercia o pulsión competitiva ya se lanzaron a retransmitir las informaciones que iban conociéndose a pocas horas de la exclusiva bajo el pretexto de debate en torno a las mesas opinadoras y sus contertulios habituales se remitieron de una forma poco distinguible a la voluntad del causante, del remitente que está detrás de los audios que intercambian comentarios jocosos en privado que, precisamente por su naturaleza privada, no deberían extrapolarse a otro ámbito, a no ser que la intención de su segundo origen, como parece evidente, sea la de generar un daño irreparable al ejecutivo actual, asumiendo la necedad especialmente televisiva que procuraría su resonancia y las casi inabarcables y previsibles horas de programación bajo este respecto.
Así es, la televisión que ha abordado dicho suceso con la jocosidad deseada de quien sea que se encuentre detrás de ello ha caído, por encima de todo, en la planificación ideológica del filtrador. Si los conductores o programadores son conscientes de que no puede haber nada casual en un acontecimiento de la presente índole, como parecen serlo por declaración expresa de algunos de ellos, entonces deben hacerse responsables de las implicaciones que conlleva la resignación que compra, a veces hasta con evidente disciplina manifiesta, las motivaciones particulares del emisor. Por supuesto, no se trata de amordazar lo que es motivo de opinión pública, para nada, pero el arte de la comunicación que se supone seria y ortodoxa, léase en el mejor sentido profesional del término, no consiste tan solo en la generación del relato que se deduce de la noticia, sino, en primerísimo lugar, en el análisis que cuestiona la premeditación de su creador cuando tiene un creador con intereses claramente no casuales, sí «causales», más si estos pueden operar contra el proceso democratizador del Estado, la integridad de su comportamiento en calidad ordinaria y, en última instancia, contra la integridad fundacional de la comunicación que informa para cohesionar los diferentes estamentos sociales y no para la retroalimentación de su detrimento cuando entran en conflicto.
Hubo un tiempo en el que el viaje del héroe, bautizado en concepto por los teóricos del cine, se fundamentaba en controlar los distintos poderes ejecutivos cuando el héroe pertenecía al trabajo de la prensa, y puede que ello siga siendo así para siempre, pero no es menos cierto que, hoy, el héroe periodista se enfrenta a una difícil cruzada de todavía mayor importancia si cabe, con mayor complejidad en su actividad: controlar al poder, no servirlo, sin contribuir a la suma de operadores políticos que se protegen con la noticia cuando esta se antoja jugosa, porque controlar al poder también significa controlar a los que aparecen ocultos y ambicionan con guionizar la agenda mediática en recompensa por su regalo no regalado. Esa es, sin duda, la criptonita de las criptonitas del buen periodista, aunque no venga en ningún manual de instrucciones ni en ningún texto oficial de deontología común.
De lo contrario, seremos como Fernando Fernán Gómez y José Sacristán en «El viaje a ninguna parte», deambulando en un desierto sin gloria entre ensoñaciones con las pasiones pasadas de un oficio, de una labor, que se encuentra en vías de extinción. Solo que, en el caso concreto del periodismo, lo que está detrás del hipotético post-periodismo, por jugar un poco a la ciencia ficción con el diccionario, es mucho más oscuro que el celuloide, y menos prometedor.
Yo no he visto pájaros que se acuestan con uniforme militar ni en la de Hitchcock, pero tampoco he visto estulticia en los anuncios victoriosos de un dirigente en minoría gubernamental. No todo van a ser derrotas. Que se lo digan a Mujica, que él también venía de unas cuantas derrotas, antes de la lucha final… Ay, ¡Quién tuviera a un viejo Yoda cual sabio consejero en tiempos de cólera!