La Voz de Asturias

Los galeotes en tiempos de Felipe III y de Felipe VI

Opinión

Ángel Aznárez Ángel Aznárez
El rey Felipe VI durante su discurso por la entrega del Premio Carlos V a Josep Borrell.El rey Felipe VI durante su discurso por la entrega del Premio Carlos V a Josep Borrell.

27 Jul 2025. Actualizado a las 05:00 h.

I.- Teoría general.

Un amigo que por dedicarse a la demoscopia se considera científico, es también el caso del joven Tezanos (el del CISS), y que, además, por leer un viejo periódico, de olor a tinta y manchándose los dedos, se considera informado, me preguntó (el amigo) hace unos días una cuestión esencial y existencial: ¿Para qué y para quién escribo?, teniendo en cuenta ?según él- lo poco que se lee en verano.

Cómo tratando de quitar importancia a la última y a las dos anteriores tonterías o «babayadas» (del amigo), me encogí de hombros y le repliqué diciendo que los que no leen en verano, tampoco lo hacen en invierno. Hay muchos ?aseguré- que, en su vida, no leen un libro, ni en invierno ni en verano, lo cual no es, necesariamente, malo o de brutos. Y me referí, como ejemplo, a mi perro llamado Gherry, que es inteligentísimo, a pesar de que nunca leyó ni hojeó tan siquiera un libro o un artículo de opinión.

Precisamente, acaso para llevar también la contraria al amigo, conté el caso de un escritor tan sesudo y serio, como el jienense Antonio Muñoz Molina, que hace solo unos días, gracias a la Editorial Seix Barral, publicó el libro titulado El verano de Cervantes, ya con éxito en ventas, que lo comienza así: «El verano es la estación de Don Quijote de la Mancha. Es el tiempo en el que suceden del principio al final todas sus peripecias, y también el más adecuado para su lectura».

Y continúa: «siempre en verano. El comienzo de todo, la primera salida, es una mañana, antes del día, que era de los calurosos del mes de junio». Muy pronto, en la página 15, Muñoz Molina, también escritor de páginas interminables y muy aburridas en El País los sábados, advierte preventivamente: «La cabeza de don Quijote es tan hueca como una calabaza de espantapájaros».

El gallego que fue humorista y se llamó Wenceslao Fernández Flórez, en el Discurso que leyó el 14 de mayo de 1945, con ocasión de la recepción en la Real Academia Española, titulado El humor en la literatura española, señaló que en nuestra literatura no hay humor, sino malhumor, el «malhumorismo», que destacaría Unamuno, el vasco de Salamanca. Por eso, es un fenómeno curioso que «en medio de la temperamental lejanía española del humor», sea en España donde se produce la más asombrosa obra del humor. Y añade el gallego de la doble uve: «En la austera Castilla, que no ríe cuando contempla la vida, se concibe y se escribe ese libro, El Quijote, que sobresale entre todos los libros, de aquí y del resto del mundo».

Y se preguntó Fernández (W): ¿Cómo pudo producirse esta excepción del Quijote en nuestras letras? En su Discurso lo explica disertando, con polémica, acerca del origen galaico del humorismo de Cervantes, lo que es incierto. Y sobre el humorismo en la literatura, en general, «capaz de hacernos ver lo oculto, desnudar lo solemne y señalar lo falso», recomiendo la lectura del libro Ensayo sobre el humor literario de Pedro Charro Ayestarán (Pre-Textos-2024). De Thomas Mann, no precisamente humorista, recuerda don Pedro Charro, de nombre y apellido de un cierto humor, lo siguiente: «En una novela, la ironía es como la sal en una sopa de lentejas; le da el sabor, pues sin sal, es insípida la sopa». Y la ironía —esto es idea mía— es un arma que, arrojándola, complica mucho el viceversa o retorno para contradecir, pues lo primero que plantea es: «¿Va por mí acaso, será contra mí?»: «Naturalmente que sí, que eres ya idiota por dudarlo». 

II.- Los galeotes en tiempos del Rey Felipe III (siglo XVII), el de Austria.

Uno de los episodios más atractivos por humor, por política y por derecho es lo escrito en el capítulo XXII, de la primera parte, de Don Quijote de la Mancha, conocido como «la aventura de los galeotes», titulado el capítulo «De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que mal de su grado los llevaban donde no querían ir». La aventura es, según Muñoz Molina «calamitosa y cómica, como todas las anteriores, pero a la vez verdadera y amarga, y ahora provocada no por una enajenación libresca de don Quijote, sino por algo más noble, aunque también catastrófico, su escandalo ante los abusos del sistema legal contra los débiles, ante la desproporción entre los delitos que cometen los pobres y la brutalidad de los castigos que imponen los jueces y pone en práctica el poder político».

Muy certero lo anterior, y muy tradicional, pues el «sistema legal» siempre, siempre, es un abuso contra los débiles, que son los únicos que se dejan abusar, jamás los fuertes y potentados, habida cuenta de que no tenemos un Estado, sino un «establo» lleno de corruptos, que antes fueron pobres y ahora son riquísimos o «ricachos», que hace años me dijo un estibador portuario.

La cosa empezó cuando el «hidalgo aldeano» se encontró en un camino polvoriento a doce hombres que marchaban a pie, «ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas a las manos», aclarando Sancho que era la cadena de los galeotes o gentes que, por sus delitos cometidos, iban en condena a servir al Rey en las galeras de «por fuerza». El episodio, para reír o llorar, merece su lectura tranquila: ese texto fue objeto de análisis desde lo jurídico, como muestra de lo que fue el Derecho Penal en la Edad Moderna, la de la Monarquía absoluta, siglo XVII, o Rey del todo, y no como ahora, que es Rey de parte o constitucional (siglo XXI), pero Rey al fin y al cabo.

Lo de «por fuerza» o «gente forzada del rey», a remar en las galeras de los barcos de la armada real, excitó a Don Quijote, que estimó poner remedio a eso era propio de su oficio de «caballero andante»: «el desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables». La excitación del manchego fue tal que no prestó atención a la explicación sensata de Sancho: «Que la justicia, que es el mesmo rey, no hace fuerza, sino que los castiga en pena de sus delitos». Y la insensatez de don Quijote, por no temer al Rey ni a la Santa Hermandad, fue total, ordenando desatar a los doce galeotes y dejarlos marchar, lo que alarmó a Sancho, que metió prisa a su amo para partir y «emboscarse» en la cercana Sierra Morena, lo que así hizo la pareja más pronto que tarde.

Es de destacar que Sancho Panza, habiendo sido gobernador, nunca fue ladrón. «Pan y medio queso» pidió al cesar en el Gobierno de la Isla de Barataria. Y Muñoz Molina, en la página 316 escribe: «Inocencia heroica, , incorruptible, terrenal, cerril, que tiene una parte del resabio campesino de los refranes y otra de verdad inmemorial y escarmiento bíblico: Desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano».

Martín de Riquer, en su Aproximación al Quijote (4ª Edición, 1976) dice que la crítica romántica interpretó el episodio de los galeotes, viendo en la actuación de don Quijote, todo un paladín de la libertad y valiente adversario de la tiranía. Otros, según el mismo, dicen que en ese episodio don Quijote reveló un desquiciamiento del concepto de justicia, pues defendió no causa justa sino la más injusta. Y concluye Martín de Riquer, maestro de Francisco Rico, director de la Edición del Quijote del Instituto Cervantes, «que la aventura de los galeotes es una de las mayores “quijotadas” del don Quijote».

III.-Ya en tiempos actuales, de Felipe VI, el Borbón. Injuriar al Rey en el siglo XXI por escribir que es un «hijo de puta» (Comentario a la Sentencia del Tribunal Supremo 810/2025, aclarando que tal barbaridad jamás se atrevería a escribirla este autor o escribiente).

El insulto «don hijo de puta» lo dirige en primer lugar, don Quijote, en el capítulo de los galeotes, a uno de éstos, a Ginés de Pasamonte, el cual, en nombre de los restantes galeotes, le expone las razones para no aceptar, en pago de su libertad, el ir a visitar a la señora Dulcinea del Toboso, bello nombre, y darle la encomienda quijotesca. Enfurecido, el enjuto hidalgo, insulta al penado por la Justicia de Felipe III, don Ginés: «Don hijo de puta, Ginesillo de Paropillo, o como os llaméis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas».

Con ese antecedente, vamos a la Sentencia de este mismo año, 2025, no en tiempos de rey absoluto (ab-solutus), sino relativo o constitucional, advirtiendo para evitar ambigüedades y malos entendidos que los argumentos jurídicos de la Sentencia parecen serios, atinados y conformes a derecho, dada la excelencia profesional del buen magistrado redactor de la Ponencia y aprobada, luego, por unanimidad.

Aprovecho para señalar que me pareció también excelente la ponencia sobre el llamado «procés» del mismo ponente contra los catalanes sediciosos, tan excelente, que ni Conde Pumpido la pudo «echar» abajo, no obstante sus las muchas ganas. Y quiero recordar que, así como don Quijote «soltó» a los galeotes, la Ley de Amnistía de Pedro S. «soltó» a los del procés catalán, no constando, a diferencia de lo de Don Quijote y Sancho, que el responsable o responsables de esa Ley, esté o estén ya escondidos en Sierra Morena, ocultándose de la «Santa Hermandad», y no estando tampoco en galeras, por ahora, por ahora.

Los galeotes del siglo XXI, de tiempos de Felipe VI, no andan por polvorientos caminos, sino que viajan al Paraíso de Santo Domingo o República dominicana en Jet de ricos, escondiendo dineros a los montoros y compinches, pues entre presuntos, ni expresos ni tácitos, delincuentes anda el juego.

Todo empezó el 18 de marzo de 2020, a las 21, 05 horas, cuando el acusado Eduardo, coincidiendo con el Discurso de S.M. el Rey Felipe VI por televisión sobre la pandemia del Covid-19, publicó un mensaje en la red social Twitter, con el siguiente texto: «En serio. Tallem-li el coll a aquet (aquest) fill de puta, estem tardant» (En serio. Cortémosle el cuello a este hijo de puta, estamos tardando). Los catanes siempre con prisas… El Juzgado Central de lo Penal de la Audiencia Nacional condenó al autor del texto por un delito de injurias leves al Rey, a la pena de 4 meses de multa, con cuota diaria de 6 euros, que no parece mucho. La Sala Penal de la Audiencia Nacional, en apelación, desestimó la apelación; y la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, en sentencia de casación número 810 /2025, de 27 de febrero de 2025, también fue desestimatoria.

Nada más decirse en la Sentencia que el motivo de casación no puede prosperar, se señala una cosa muy sensata: la necesidad de un juicio ponderativo entre proteger a instituciones fundamentales para la convivencia democrática y preservar el derecho a la libertad de expresión. Y como fruto de esa difícil ponderación, es la protección penal de las más altas instituciones en el Derecho penal vigente, en algunos supuestos, de protección reforzada. Todo en crisis en estos tiempos de crisis, menos la ponderación, clave de la hermenéutica cotidiana por nuestros jueces y magistrados. Y recuerda la Sentencia que «minimizar la carga peyorativa del vocablo hijo de puta dirigido a autoridades públicas no tiene respaldo en la jurisprudencia más reciente de esta Sala».

Recomiendo la lectura del siguiente párrafo, de mucho trino y tino, y teórico del hijoputismo:

«Es más que evidente que Eduardo, cuando llamó "hijo de puta" al Rey de España y se lamentó por la pérdida del tiempo transcurrido sin cortar el cuello al Jefe del Estado, fue mucho más allá de la legítima aportación personal a un debate político acerca de la monarquía como forma de Estado. Disentir de las estructuras del Estado es legítimo. También lo es hacerlo con actuaciones no compartidas por todos los conciudadanos, con palabras gruesas o con mensajes desabridos… El insulto que nada aporta, que sólo denigra a su destinatario carece de cobertura constitucional. Un debate político en el que el argumentario entre los interlocutores girara exclusivamente en torno a la condición de "hijo de puta" del rival y al lamento por el tiempo perdido sin cortar el cuello al oponente erosionaría de forma irreparable la convivencia. No puede considerarse necesario para una sociedad democrática amparar la singular contribución de Eduardo al pluralismo político cuando llamó "hijo de puta" al Rey y se quejó de que todavía alguien no le hubiera cortado el cuello».

Una pena de cuatro meses de multa, con cuota diaria de seis euros, por llamar al Rey «hijo de puta», injuria leve tipificada en el artículo 491.1 del Código Penal, parece muy propia en una Monarquía relativa como la de Felipe VI y que sería incomprensible en una absoluta como la de Felipe III.

Y en el caso de injurias o calumnias contra la Corona, la persona coronada ni ha de mover el culo para hacer una querella (artículo 215 del Código Penal), pues son delitos públicos y no privados, siendo hasta irrelevante el perdón del ofendido “coronado” e ineficaz hasta la verdad misma (la exceptio veritatis).


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