Ilusiones en tiempos de transición

OPINIÓN

25 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

En la serie House, de inspiración en buena parte socrática, su antipático y borde protagonista, tenía una máxima: todos mienten. La misma se basaba en que los enfermos, por condicionamientos sociales, de apariencia y otros, nunca decían toda la verdad sobre los males que les afectaban. Así debía hacer que los cuerpos hablasen, por todos los medios, para junto al relato del enfermo (incluidas sus propias contradicciones), se pudiesen aplicar las medidas curativas necesarias. Quizás para una comprensión del momento político que vivimos, elecciones y un tiempo de transición, sea necesario analizar los factores en apariencia menos visibles y sobre todo, no creerse demasiado los discursos políticos que están sobre el escenario. Alejarse del ruido, para escuchar la música de fondo. Y sobre todo, tener memoria.

Señala Noam Chomsky como en una sociedad sobre informada se han construido las ilusiones necesarias, falsas necesidades de consumo, de progreso y hasta de cambios, que no supongan una alteración esencial del status quo dominante. Es curioso que los representantes de la nueva política destaquen entre sus «éxitos», la capacidad para ilusionar a la gente.

Cuando Santiago Carrillo compareció en rueda de prensa, junto a la plana mayor del PCE, en los inicios de la transición, para anunciar que aceptaban la monarquía y la bandera rojigualda, añadió, con cierto énfasis, que la bandera del partido seguía siendo la roja y su símbolo, la hoz y el martillo. Cuestión que no era baladí. La declaración se producía solo a unos días de la legalización del PCE, con el recuerdo reciente de los asesinatos de Atocha, con una militancia y base social que había padecido la clandestinidad, la represión y la cárcel? no todo podía ser renuncia. Se desechaba la ruptura, es decir, dejar impune al estado franquista y que este se fuese diluyendo con lentitud, que es lo que ocurrió, pues como alguien ha dicho, el franquismo murió de muerte biológica. A cambio se establecieron unas libertades democráticas homologables con Europa Occidental, donde los comunistas, hasta entonces perseguidos, podrían tener su pequeño espacio institucional, social y sindical. No tocar lo esencial del status quo, para habitar los cuartos secundarios de ese mismo status quo. Dado que en aquel momento no se debatía si en España se iba a establecer la dictadura del proletariado, convertirse en aliada de la Unión Soviética o meterse en el Pacto de Varsovia, sino una ruptura democrática a la que se renunciaba, a las bases comunistas se les dejaba la mitología, para que las estructuras dirigentes tuviesen un lugar bajo el sol de lo que sería el régimen del 78.

Con el tiempo a las huestes de Don Santiago se les darían las gracias por los servicios prestados, un buen lugar en los relatos oficiales de la transición, pero quienes se llevarían las cartas del triunfo, serían las huestes de Felipe González.

Se debe reconocer que la cuestión funcionó. La hoja de ruta trazada llegó al destino que se pretendía: una democracia formal que no alterase las estructuras del antiguo régimen, sino su adaptación modernizadora a las nuevas circunstancias. Y más por pasiva que por activa, más por utilitarismo que creencia, más por desencanto que por encanto, la sociedad aceptó mayoritariamente el llamado régimen del 78.

Pero un día llegó la crisis.

La crisis económica derivó en social y ésta en institucional. Y lo institucional tiene más importancia de lo que parece: es el edificio sobre el cual se sustenta cualquier régimen político. Se pueden tener muertos de hambre y miseria dentro de ese edifico, pero no permitir que este se derrumbe. Y aunque eso no fuese a ocurrir, se observaban grietas: el bipartidismo (con adornos) y la monarquía, elementos legitimadores del régimen, no gozaban de buena salud, sacudidos por la corrupción y otros males. A esto había que añadir el tema territorial de Cataluña. Además la crisis tenía un efecto clave: el empobrecimiento de unas clases medias sobre las que se había sustentado el consenso del 78.

En la pasiva sociedad española se percibía la necesidad de un cambio, creció la movilización y la organización (en buena parte espontanea, a la vieja tradición libertaria española), pues las ilusiones basadas en los escaparates consumistas y algún otro, estaban quebrados. Se necesitaba una nueva hoja de ruta para esa palabra mágica que atraviesa las últimas décadas de la vida política: cambio. Y se recurrió otra vez al viejo método lampedusiano, aunque fuese en plan posmoderno.

Ya en su tiempo Don Santiago (y otros desde luego), sabían como debían encauzarse las ilusiones de quienes aspiraban a un cambio, y llevarlo a otros puertos. La supremacía de la identidad sobre la ideología, en que la persona en pro de no descarrilar, de no quedarse solo o aislado, se identifica con el elemento comunitario (el Partido con mayúsculas), que no por casualidad suele estar dominado por el aparato. El posibilismo, que las propuestas alcancen logros en lo inmediato y no utópicas propuestas de largo plazo. El miedo, como los ruidos de sables que abundaron, con afán de condicionar más que efectivos y que en esta segunda son las amenazas de los poderes económicos. Y por supuesto el «enemigo necesario»: desde los sectores anticomunistas de la primera transición (que hasta ahora resucitan), hasta la caverna mediática que con un lenguaje extremista, ataques burdos, un estilo zafio y agresivo, produce un efectivo papel de contrapropaganda. Como señala un aforismo budista: «Para los extraviados las ilusiones de los tres mundos: Mundo aparente, mundo sensible, mundo espiritual.»

De la primera a esta segunda transición en la que estamos inmersos, la sociedad ha cambiado, existe un mayor nivel cultural y sobre todo académico, más posibilidades de información y comunicación (internet, redes) impensables en aquellos tiempos. Pero también vivimos en una burbuja que han sabido captar muy bien los gurús de la nueva política: Somos hijos de la era de la imagen. De las frases cortas y mil veces repetidas. De las consignas fáciles y pegadizas como la canción del verano. De la sobreactuación. Se emplean términos genéricos de connotación positiva, pero sin especificar. Una curiosa utilización de verbos sin sustantivo, pura acción, sin objetivo. Los grandes análisis de fondo, han pasado a mejor vida. Quedan las liturgias emotivas, donde conviven las viejas canciones (La estaca) con el Yes We Can de Obama. Lo castizo y lo posmoderno han terminado por resultar una buena combinación: se eleva la emotividad, se reduce el espíritu crítico.

¿Y qué pasa con esos aparatos de partido que tanto se esforzó Don Santiago por controlar y tantos problemas le dieron? No han cambiado mucho, la endogamia y las luchas cainitas por el poder se reproducen con rapidez. Lo que se vendió como sistemas horizontales y asamblearios, ha terminado por derivar en sistemas piramidales, con nuevas formas de caudillismo, que para sí hubiera querido Don Santiago. Unos hiperliderazgos curtidos en platós televisivos, determinantes, por ejemplo en esas ?primarias?, donde lo plebiscitario se confunde con lo democrático.

Por lo demás, muchos lugares comunes de la primera a la segunda transición, en circunstancias históricas diferentes. No hay que derogar los Fueros para elaborar una nueva constitución, sino reformar la existente (parece que por la vía mínima del artículo 167) donde lo imperativo poco o nada va a cambiar y lo potestativo tiene el amplio campo de la imaginación, de las declaraciones bonitas: esos derechos al trabajo y a la vivienda, que evidentemente no se cumplen, como dice Anguita. (A sus años Don Julio no se ha enterado de que están ahí para que no se cumplan, para adornar las grises estructuras de lo realmente importante. Ilusión Don Julio, que es el alpiste de los pobres.)

Lo demás, interesante, pero muy visto, de ello ya habló George Orwell en Rebelión en la Granja. Un ruido político muy fuerte y bastante seguido por la sociedad (compite hasta con el fútbol nada menos), que en general reproduce los viejas e hispánicos combates de banderías. Luchas por espacios de poder en el nuevo tablero político, en especial entorno a una socialdemocracia determinante (así lo fue en la primera transición) y que en sus viejas formas orgánicas está en permanente crisis. Por decirlo de una forma esquemática: Pablo Iglesias no quiere ser el Santiago Carrillo de esta segunda transición, quiere ser el Felipe González.

Sin duda estamos ante una situación de empobrecimiento de amplios sectores sociales; es sabido y muy repetido. Es el ahogamiento al que nos está sometiendo el modelo neoliberal que gobierna. Pero va más allá de un mero recambio institucional como el que se propone y que nada tiene que ver con la hegemonía social de la que habló Gramsci. Es comprensible que mucha gente crea en esa opción, pero también convendría mirar a lo que está sucediendo en Grecia o Francia.

Por último, dos frases marxistas, que bastante conocidas, definen lo que está siendo los inicios de esta segunda transición. Una de Groucho: «Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros«. La otra de Karl, en El 18 Brumario Luis Bonaparte: «La historia se repite dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa.»