17 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Quisiera que estas letras, más que un artículo periodístico, lo vieran como unas reflexiones que me hago en orden a lo ocurrido en la discoteca de Orlando, un atentado con víctimas mortales que resultó ser el mayor de los sufridos por los Estados Unidos después del ocurrido en las Torres Gemelas de Nueva York. Son dos las cuestiones a las que me refiero; la una, de la que apenas se han hecho eco los medios, son las declaraciones vertidas por  Donald Trump, el pintoresco candidato a  la Presidencia de los Estados Unidos, cuando, tras el atentado, además de solicitar la prohibición de entrada en su país a todos los musulmanes, interesa la dimisión del presidente Barack Obama y de Hillary Clinton, su rival demócrata -políticos bobos no solo los tenemos en España-; y, si bien he dicho palabras vertidas, lo que no estoy seguro es cual ha sido el orificio corporal del que las ha vomitado. Este singular político ha hecho lo que nunca debiera hacer quien aspira al desempeño de tan alta función, al utilizar un terrible atentado como arma arrojadiza contra sus adversarios sin motivo alguno, salvo que tal fuera la admisión de entrada en aquel país de personas de origen musulmán, y si tal fuera aquella, además de imbécil -y lo explicaré-   es contraria a la Carta Universal de Derechos Humanos, injusta y prepotente. Y cuando digo que lo explicaré -me refiero a lo de imbécil- parece ser que este pretendiente de La Casa Blanca no se ha enterado aún del Caballo de Troya que ha entrado lentamente en Europa y en los Estados Unidos de América desde hace varias generaciones. Su vista de topo no le deja percibir que muchos de esos atentados han sido preparados por ingleses, franceses, americanos, españoles... descendientes de emigrantes islamistas que han llegado a Occidente ocultos en las entrañas de un Caballo de Troya sin que pudieran preverse las consecuencias de todo aquello. Ahora, la solución en esta guerra contra el terrorismo de origen islámico no pasa por medidas tan excéntricas y radicales como las propuestas por Trump, la solución está en la eficacia de los servicios de inteligencias de los distintos países de Occidente. Es complicado si consideramos el recelo que los distintos Estados tienen de colaborar entre sí dentro de este campo; se ha visto en la Segunda Guerra Mundial entre los distintos países aliados y me temo que en esta nueva lucha ocurre algo de lo mismo. No obstante, alguien debe llevar la iniciativa y tal vez pudiera comenzarse con una gran conferencia de los distintos estados que conforman la Unión Europea y los Estados Unidos que tuviere por hoja de ruta un compromiso de colaboración multilateral en esas labores de inteligencia.

Pero hay otra reflexión que me he hecho, como ya les decía al comienzo de mi escrito; se trata de la reacción de algunos - afortunadamente pocos- ante este atentado, que por tratarse particularmente de una demostración de homofobia, he podido percibir en algún caso, siempre a nivel coloquial, un cierto tono sarcástico, al que por supuesto he respondido desde la retórica del silencio, pero con una mirada al interlocutor dirigida a sus pies y lentamente sin parpadear, recorriendo todo su cuerpo hasta detenerme un par de segundos en sus ojos, con un rictus que denotaba, más que una desaprobación, un profundo desdén; en fin, como se diría vulgarmente, pegándoles un corte, ya que para mí tengo que el sentido del humor es una cosa muy seria para que nadie pueda tomárselo tan a la ligera. Pero, al margen de lo anecdótico, sería bueno que después de lo ocurrido nos detengamos a leer aquel poema de Martin Niemöller de las que destaco algo referente al caso que nos ocupa:

«Luego vinieron por los homosexuales y yo ni siquiera quise enterarme, pues soy heterosexual. Luego vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie al que le importara ni que quisiera hacer nada por mí»