Narciso y la lechera

OPINIÓN

01 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuenta el mito que Narciso, tras rechazar a cuantas ninfas y doncellas suspiraban por sus amores, fue castigado por la diosa Némesis con un sofisticado maleficio que le hizo enamorarse de sí mismo al ver su propia imagen reflejada en una fuente. El final es bien sabido: embelesado en la contemplación de su rostro, Narciso se arrojó al agua y pereció ahogado, dejando su final como recuerdo el germen de una hermosa flor que fue llevando su nombre de siglo en siglo. Puede que alguna llegara a olfatear la lechera del famoso cuento, aquella joven tan ingenua como ambiciosa que, mientras se dirigía al mercado, fantaseaba con todo lo que podría hacer con el dinero que le iban a dar por la jarra de leche que transportaba sobre su cabeza. Como estaba más atenta de sus nubes particulares que del suelo que pisaba, un traspiés inoportuno destrozó la jarra, derramó la leche y echó al traste las expectativas improbables a las que la buena mujer estaba fiando su futuro.

Pablo Iglesias empezó enamorando a los gerifaltes de Intereconomía y siguió haciendo lo propio con los mandamases de La Sexta, que vieron en aquel revolucionario con coleta que sacaba de quicio a los cabezas de cartel de la prensa conservadora una garantía no de futuro, pero sí de buenas audiencias. Fue el inicio de su fulgurante espiral de ruido, furia y gloria. Se cuenta que los generales que desfilaban victoriosos por las calles de Roma, allá en los tiempos del Imperio, llevaban detrás a un siervo que les repetía al oído el necesario latiguillo: «Recuerda que eres mortal». No tuvo Iglesias quién le susurrara el memento mori, porque a unos les vino bien arrimársele por conveniencia y otros no tuvieron problema en engordar su delirio a fin de satisfacer sus intereses. Como Narciso, entendió que si todos le adulaban era porque lo suyo no admitía comparaciones ni adversarios, y el círculo se cerró del todo, nunca mejor dicho, cuando una mañana se observó en el espejo de su ego y creyó encontrar allí la prueba definitiva de su perfección inmaculada. Nadie supo llevarle la contraria porque a determinadas alturas es demasiado tarde para reconocer que el emperador puede ir desnudo y porque los delirios de grandeza siempre encuentran fieles dispuestos a secundarlos ciegamente por lo que pueda caer. Los daños colaterales, como ese Alberto Garzón devenido de gran esperanza blanca en petimetre, importan poco cuando se trata de elevar a los altares al mesías en quien se ha delegado la consecución del éxtasis. De ese modo, rendidamente enamorado de su imagen y contando los escaños demoscópicos con la soltura con que contabiliza el alcohólico las serpientes que salen a su paso en pleno delirium tremens, se jugó el futuro a la ruleta rusa pensando que sería mucho mal fario que fuese precisamente esa bala la que saliese del cargador, convencido como estaba de que un elegido como él no podía correr la suerte de los parias. La fuente de Pablo Iglesias fue el espejismo electoral; su traspiés, la confrontación de una ensoñación grandilocuente con la agria realidad de los recuentos. No sería preocupante si su egolatría le competiera sólo a él, pero en este caso su tropiezo ha arrastrado a todos los suyos y a los que nunca lo fueron. Las peores pesadillas son las que llegan con el despertar. A la mañana siguiente, Pablo Iglesias abrió los ojos y descubrió que se había convertido en cardo borriquero.