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OPINIÓN

18 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

No dispongo de cuenta en Twitter, ni en Instagram, ni en LinkedIn, y mi cuenta de Facebook (que tuve que abrir sólo para poder enviar un mensaje de queja a una empresa) está más vacía que el estómago de Carpanta. Ya está. Lo he reconocido.

Pero ello no impide que sea consciente de las utilidades de las redes sociales, aunque estimo que sus mayores virtudes no son precisamente aquellas para las que las emplea habitualmente el común de los mortales, a saber: hacer amistades virtuales con sujetos de los que en realidad nada saben, enviar fotos con las proezas de sus hijos sin respetar el derecho a la propia imagen e intimidad de estos (que la tienen, aunque sean menores de edad...), o atosigar a otros usuarios con la típica instantánea de «mira lo que hago ahora» o «fíjate dónde estoy», en un ejercicio insoportable de narcisismo y egolatría.

No, estas redes sociales, en realidad, son útiles porque proporcionan un beneficioso servicio a la democracia. Antaño raramente podían conocerse las verdaderas opiniones de los políticos. De ellos sólo teníamos la percepción que resultaba de sus leídos discursos -porque en verdad la mayoría se dedica a leerlos, ya que la oratoria no les alcanza para más-, o de las peroratas en los mítines y en los programas televisivos o radiofónicos previamente preparadas y ensayadas con sus respectivos equipos de asesores. Y todo ello derivaba en una imagen ficticia e irreal que raramente se correspondía con el verdadero talante del político de turno.

Pero ahora las cosas han cambiado merced a las redes sociales. Tentados por su propia soberbia, los políticos no resisten la tentación de expresar sus opiniones, por burdas e irracionales que sean, a través de Twitter, Facebook o cualquier otro medio por el estilo. Urgido por la necesidad de decir algo -lo que sea- cuanto antes, y sin intermediario alguno que cribe lo que va a escribir, el político se queda entonces solo ante la opinión pública, demostrando con claridad meridana su propia estulticia. Y apenas después, cuando se percata de su error por la reacción social que han provocado sus mensajes, procede a las consabidas disculpas de «donde digo digo digo Diego» o «es que se me ha malinterpretado». Pero ya es demasiado tarde: sus palabras quedan grabadas en la red y son reproducidas en periódicos digitales y foros para pública consulta y merecido escarnio.

Las redes sociales nos han abierto, pues, los ojos. Como en el retrato de Dorian Grey, nos ofrecen la imagen real de muchos de nuestros políticos, evidenciando su falta de preparación, su talante autoritario y su arrogancia. Sólo por ello quizás en algún momento habría que pensar en conceder a Jack Dorsey o a Mark Zuckerberg un premio por sus servicios a la transparencia democrática.