Cuando la tuna te dé serenata

OPINIÓN

31 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

La novela más desconcertante que he leído es Robinson Crusoe. Es sencillamente asombrosa: no solo es la historia de un tipo que se pasa veintiocho años completamente solo, sino que también, y muy especialmente, es la historia de un tipo que cree que contarnos con detalle lo que le sucedió durante esos veintiocho años es, por alguna razón, interesante y no solo eso, también divertido. Encima, logra que sea interesante y divertido y lo hace sin renunciar a su condición de solitario absoluto, esto es, incluso cuando tiene que narrar algún encuentro con otro ser humano, ya sea al final del libro o al principio, se las ingenia para hacerlo como si hablara solo. Es algo insólito. Mucho más insólito si observamos que, en una novela, el mejor procedimiento para perfilar la identidad de un personaje consiste en hacerlo contrastar con otros. El protagonista de una acción existe contra alguien, se va haciendo a medida que interactúa con aquellos a los que se opone: sin Creonte, Antígona sería una moralista insoportable, y los personajes de Dostoyevski nos darían bastante pena si no interactuasen unos con otros revelando, entre tanto, que son mucho más complejos de lo que parece haber creído su autor. En cambio, Robinson ¿contra quién existe? ¿Quién es su antagonista en esa isla desierta?

En cierto sentido, también los políticos mediáticos son novelistas, igual que los periodistas, los tertulianos, los llamados líderes de opinión y en general todo personaje público con capacidad para influir en el discurso de sus conciudadanos (lo cual, multiplicado por Twitter, es casi igual a infinito). No es solo que sean personajes novelescos, sino que se vuelven novelistas en la medida en que, como los novelistas, son ellos quienes deciden cómo construir su personaje. Y hay muy pocos personajes Robinson, y en cuanto a políticos profesionales creo que en España solo Mariano Rajoy da la talla: todos los presidentes anteriores perfilaban su personaje midiéndose con antagonistas claros y absolutos, mientras que Rajoy ¿contra quién existe? Igual que a veces da la impresión de que el antagonista de Robinson es la Naturaleza misma, con Rajoy tiene uno la sospecha de que su existencia se opone frontalmente a la población española en su conjunto.

Supongo que todo el mundo tiene sus obsesiones, sus manías. Si opinas en público, si haces oír tu opinión como algo que a priori merece ser escuchado, es inevitable que también tus obsesiones y manías afloren y se hagan transparentes en esa opinión y en tus argumentos. También es lógico y normal que te motiven ciertos asuntos de actualidad y otros te dejen más frío o indiferente o, simplemente, juzgues que no tienes nada que decir al respecto, no porque no te interesen, sino porque no sacan de ti nada distinto, nada específicamente tuyo. Así pues, la imagen que tenemos de ciertas personas se la han construido ellas mismas, a fuerza de mostrar sus obsesiones, los temas que les interesan, los que les hacen «alzar la voz», en contraste con aquellos otros, también de actualidad, respecto a los cuales callan o no se dan por enterados. Por sus antagonismos los conoceremos. Nos conoceremos.

Veo completamente justificado que uno se indigne por la caza de brujas a la que se ve sometida la autora de un libro calificado de sexista. Todo llegará, pero de momento no he tenido ocasión de considerar válido motivo alguno para prohibir o censurar un libro. Dicho sea de paso, me da igual si el libro es sexista o no, si su contenido es recomendable o no para las frágiles generaciones que nos sustituirán en el despilfarro de bienes públicos. Me interesa más la circunstancia, no el objeto de censura sino el porqué de la censura, y, más que los argumentos contra esta, me interesa dónde y por qué se pronuncian. Si mi intuición es correcta, lo llamativo aquí no es que se defienda a capa y espada la libertad de opinión y creación, sino que haya quien solo la defienda cuando el asunto tiene que ver con el género. Con cuestiones de género: de lo masculino, de lo femenino, de la relación entre iguales en contextos desiguales.

El debate intelectual en España, o más bien la intervención de los intelectuales en los debates políticos de actualidad, es algo más bien pobre y difícil de etiquetar, al menos desde que don Juan Carlos I nos devolvió la democracia a través de una Constitución que nos dimos entre todos (¿Quieren un pasatiempo veraniego? Intenten encontrarle a esa afirmación un sentido que no dé mucha grima.). Desde los días de aquel manifiesto en pro de la permanencia en la OTAN, hace ya treinta años, nuestros escritores, cineastas, científicos, etc., al menos los que gozan del favor de las grandes empresas de comunicación, no se han caracterizado precisamente por poner voz a los conflictos laborales, ni a la denuncia de la corrupción institucionalizada o del desmantelamiento de nuestro precario Estado del Bienestar, salvo contadas excepciones. En cambio, es sorprendente el celo que ponen últimamente en denunciar la intromisión de feminismos varios en la vida pública.

Sin entrar a valorar lo incognoscible (los temores más escondidos, las convicciones más íntimas, indignaciones que no llegan a pronunciarse pero que sin duda harían más complejo y rico al personaje), todo lo que sabemos de muchas de esas almas opinantes es que les asustan las mujeres. Al menos, las mujeres que no han conocido, las que no se quedan en casa preparando la cena mientras el ilustre académico se toma unas copas con sus colegas, las que no aplauden humildes el gracejo del marido en chispeantes conversaciones con sus pares literarios o políticos o lo que toque. Lo que queda, uniendo los puntos, es la caricatura del intelectual español post franquista, un tipo de porte elegante, maneras exquisitas, vocabulario selecto y costumbres de tuno en celo, cuyo sancta sanctórum está en Santiago o en Salamanca y cuyo canon está compuesto en exclusiva de varones ilustres como él, intelectuales como él y que, como él, prefieren la conversación distendida y campechana (esto es, hablar de fútbol) antes que el aburrimiento que se supone consustancial a la vida intelectual y que de hecho siempre ha hecho de estos cenáculos un verdadero latazo pero no a causa de su carácter intelectual precisamente.