05 ago 2016 . Actualizado a las 09:36 h.

El sur es una promesa eterna en el horizonte de los norteños. A veces vuelvo a una novela que me gustó mucho hace unos cuantos años y que habla precisamente de eso, de la fascinación por el Sur -en este caso formulado con esa mayúscula evocadora que habla de paisajes que acaso existan sólo en nuestra imaginación, de vientos que jamás han alborotado nuestro pelo, de olores con los que ni siquiera tenemos la capacidad de fantasear- y de ese síndrome de Gauguin que todo hombre que se precie ha de llevar consigo hasta que no quede más remedio que asumir la lánguida resignación de Salvatore Quasimodo («più nessuno mi porterà nel sud»), porque inevitablemente tendrá que llegar el momento en el que descubramos que los sueños son mentira. Víctor Erice dirigió una película sobre el sur en la que sólo sale el norte, una genialidad obligada por la falta de presupuesto y los recelos de un productor que no acababa de ver lo que el cineasta vasco proponía. La película se inspira en un relato de Adelaida García Morales que lleva ese mismo título, El sur, y en el que la tesis sí se confronta a su antítesis en unos párrafos poblados de claroscuros, los que median entre la luminosidad de lo evidente y el vislumbramiento de una frustración.

Cada persona lleva su propio sur a cuestas porque el sur no es otra cosa que las antípodas íntimas de cada cual. Stuart Pedrell, multimillonario constructor de la Barcelona que se disponía a encarar la Transición, lo buscó en una barriada obrera cuyas viviendas él mismo había promovido, naufragando durante meses en una vida que no era la suya, sino la de aquellos a los que siempre había evitado parecerse, porque los polos opuestos se atraen y nada nos explica mejor que nuestro negativo. Robert Louis Stevenson, burgués de salud maltrecha, escribió La isla del tesoro y huyó atraído por sus propias fantasías hasta una playa anclada junto a la cumbre del Vaea. Allí los nativos le llamaron Tusitala, que significa «contador de historias» y fue el apodo más afortunado que le pudieron poner a alguien que no se dedicó nunca a otra cosa, y en aquellas latitudes recibió sepultura cuando la muerte llamó a su puerta y él la recibió componiendo un epitafio que es una declaración de finales y un poema memorable. Tres versos limpios como un cristal de diamante inspirados por la única satisfacción digna que puede procurar la vida. «Aquí yace donde quiso yacer. / De vuelta del mar está el marinero, / de vuelta del monte está el cazador».