Estamos en Piraguas

OPINIÓN

06 ago 2016 . Actualizado a las 17:00 h.

Son las tres de la tarde de un viernes. Un hombre se despierta dentro de una tienda de campaña, en calzoncillos a 40 grados, rodeado de ropa y bultos raros dentro de sacos que parecen ser personas. Sale de la tienda y comienza a rascarse impudorosamente todo el cuerpo, poniendo más énfasis donde reside su virilidad. Da unos pasos hasta una nevera portátil azul, enchufa una raya en la tapa y coge una cerveza. La bebe en dos largos tragos, y saluda educadamente: «Buenos días, hay que empezar el día con energía». Este hombre, llamémosle Luis, es mi vecino de camping en Ribadesella. Estamos a viernes 5 de agosto: esto son las Piraguas.

El jueves ha sido un día duro y pasado por agua, no por esto menos divertido. Se ha exprimido como se exprimen los días de fiesta y amigos: hasta el alba del día siguiente. Y cuando todo acaba en Ribadesella, siempre queda la zona de acampada: isla donde nunca acaba la fiesta y el desparrame. Eso sí, a un módico precio de unos 20 euros de miércoles a domingo; siempre y cuando uno no se cuele, que es gratis. Pagar siempre ha sido un vicio muy burgués.

Despertamos acuciados por el calor, y un rayo de sol que incide por la cremallera de la tienda y tuesta nuestras cabezas. En un estado de turbación propiciado por los excesos nocturnos y el desorden y descontrol que rodea a la tienda, conseguimos ataviarnos con un bañador e ir directos a la playa a darnos un baño. Una de las mejores formas de paliar la resaca es un baño en la mar, siempre y cuando no no nos ahoguemos en el intento. La otra es comenzar a beber de nuevo, y las dos están al alcance de la mano.

La tarde pasa entre baños, siestas y cervezas; toca recargar las pilas para la última noche. La noche se va acercando y toca poner rumbo a la tienda. Imposible pasar por delante del colegio -antigua zona de acampada- y no soltar un suspiro por todas las veces que allí hemos sido felices, que esa era nuestra casa por estos días.

 Una vez vestidos, cenados y perfumados y con los dientes limpios, «compuestos» que diría mi abuela, hacemos un corro y las primeras copas empiezan a fluir. Son las once de la noche y la primera copa escuece a su paso por la garganta. «La primera bien cargada, copa de paisano», se escucha mientras llenamos nuestros vasos. Pasan las horas entre amigos, mujeres, alcohol y humo. El altavoz portátil agota su batería, y esta es la señal que marca la partida hacia el pueblo, hacia la verdadera fiesta.

 Cruzamos el puente desbocados. Un río de gente nos escolta y acompaña. En este momento somos invencibles. Ribadesella está a reventar. Tomamos uno copa en un bar del puerto, la música suena, el espíritu de las piraguas ha poseído a todos los que estamos en esta villa del norte de España. Apenas hay peleas, ni riñas, ni malos rollos. La noche avanza y vamos perdiendo integrantes del grupo, caen presos de la fiesta, de la promiscuidad, de la amistad que genera el alcohol. En cualquier lugar puede que les volvamos a ver, o puede que hasta el día siguiente nada.

Sin darme cuenta, paso a ser yo el desaparecido. Ahora voy con un grupo de jóvenes desconocidos que me conducen por todas las calles y bares de Ribadesella. Acabamos de conocernos, pero parece que seamos los mejores amigos del mundo, mañana volveremos a no saber nada unos de otros. Para el recuerdo: una foto, una pulsera, un chupetón.

Acabo la noche, que ya es la mañana del sábado, cenando un bocata de criollo. Esos bocatas que huelen tan bien y saben tan mal, pero cuando el hambre aprieta, ya saben. Cruzo el puente de camino al camping y me quedo contemplando el río a un lado, el puerto al otro. Pienso que otro año más sin ver el Descenso del Sella, que esto no puede ser. Pero sé que me engaño.

Me meto en el saco y trató de dormir, cuando me despierte ya estaré en Pravia: estaré en el Xiringüelu. Porque ésta es la semana más dura del año, sólo apta para profesionales.