Laicismo instrumental

OPINIÓN

23 ago 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Uno de los objetivos de cualquier organización terrorista es provocar reacciones desmesuradas que, a su vez, sirvan de justificación para sus actuaciones. La represión indiscriminada es la respuesta habitual de las dictaduras, regímenes de ocupación o potencias coloniales. Cierto que en esos casos resulta discutible definir como terroristas a quienes utilizan la violencia para oponerse a un poder sostenido sobre el terror. Distinto es el caso de las democracias que respetan los derechos y libertades, en las que la violencia política tiene difícil defensa. En ellas, es imposible que un movimiento estrictamente terrorista pueda hacerse con el poder, pero sí obtendrá un gran éxito si logra que el Estado legisle en contra de sus propios principios o llegue a violar sus leyes para combatirlo, también si consigue suscitar estallidos sociales de intolerancia.

Es comprensible la mezcla de temor e indignación que provocan los atentados brutales e indiscriminados, pero las autoridades y los políticos están obligados a no alimentar el pánico y a evitar que se extienda la sombra de la sospecha sobre millones de personas inocentes. Hasta ahora, con la excepción de EEUU en la época de Bush, los gobiernos occidentales han reaccionado de manera bastante razonable contra el terrorismo integrista islámico. El aumento de las medidas de seguridad no ha implicado un recorte de libertades y las más excepcionales, adoptadas en Francia, tienen carácter temporal. Londres ha elegido recientemente a un alcalde musulmán. Lo más peligroso es el fortalecimiento de la extrema derecha nacionalista en varios países europeos y la reacción populista de algunos políticos de los partidos tradicionales, sobre todo de los conservadores, que intentan frenarlo asumiendo sus postulados autoritarios y xenófobos.

Uno de los efectos que, de no afectar a los derechos individuales, adquiriría rasgos cómicos es el ataque de laicismo que han sufrido algunos alcaldes de la derecha francesa y que también ha afectado, al menos, a uno socialista. El objetivo de su cruzada laica es el llamado «burkini», un bañador femenino de cuerpo entero que cubre también el pelo. Los argumentos de los regidores galos para castigar a las púdicas bañistas han sido tan variados como absurdos. Hubo quien alegó «motivos higiénicos», lo que supondría que, si estar en la playa con el cuerpo cubierto es antihigiénico, deberían ser prohibidos los trajes de neopreno y los gorros de baño. Lo más frecuente es que se arguyese la necesidad de respetar radicalmente la ausencia de símbolos religiosos en lugares públicos, algo que, para ser coherentes, debería conllevar la prohibición de los crucifijos en los cuellos de los usuarios de las playas y del uso de sotanas, alzacuellos y tocas de monjas fuera de los domicilios o lugares de culto. Medidas que es dudoso que agradaran a muchos de sus católicos votantes y resulta poco probable que vayan a aplicarse. El más extravagante fue el alcalde de Le Tourquet, población en la que no se ha visto jamás un «burkini», pero que ha decidido prohibirlo en aras de la “lucha contra el proselitismo religioso”. Es de suponer que este sorprendente seguidor derechista de Enver Hoxha impedirá la recepción de las emisoras católicas en su municipio, perseguirá a los mormones que se atrevan a aparecer por sus calles encorbatados y con la Biblia en ristre y pondrá trabas a la difusión de las horas de la catequesis.

No es difícil comprender que no estamos ante nuevos Robespierres que quieran acabar a golpe de guillotina con las religiones tradicionales para imponer el culto a la Diosa Razón, solo pretenden fastidiar y marginar a los musulmanes para contentar a sus vecinos más islamófobos o simplemente xenófobos.

Distinto ha sido lo que adujo el primer ministro Valls: «El burkini no es una nueva gama de bañadores, una moda. Es la traducción de un proyecto político, de contra-sociedad, fundado particularmente sobre el sometimiento de la mujer» y, añadió, que parte de la visión arcaica de las mujeres como impúdicas, impuras por naturaleza. Es indiscutible que tiene razón, lo que no está tan claro es que la persecución de las mujeres que acuden con esas prendas a las playas sea la mejor manera de combatir su discriminación.

Es muy peligroso aceptar que un Estado pueda decidir incluso cómo deben vestir los ciudadanos. El burka o el pañuelo que tapa la cara de las mujeres son diferentes, sobre todo porque entorpecen de forma extrema su actividad normal y no son una exigencia de ninguna rama del islam, solo una muestra del machismo de los sectores más fanáticos, lo han demostrado estos días las musulmanas que quemaron públicamente esas prendas tras ser liberadas del llamado Estado Islámico. También pueden ser prohibidos por motivos de seguridad, pero no es el caso del pañuelo en la cabeza o del «burkini». El Estado debe impedir que las mujeres sean forzadas a llevarlos, pero si lo hacen voluntariamente, por convicciones religiosas o por pudor, violentarlas solo conducirá a que no vayan a las playas o a los colegios. Aislarlas y privarlas de la educación es la peor forma de combatir su opresión.

El laicismo instrumental no es solo patrimonio de Francia. Estos días ha recogido la prensa que en un pueblo extremeño el PSOE apoya que un Virgen sea nombrada alcaldesa perpetua, no es el único caso. La Semana Santa pone en evidencia todos los años las contradicciones de un partido que se vuelve laico cuando está en la oposición y solo a escala nacional. La libertad de conciencia y, con ella, la laicidad del Estado, son demasiado importantes, una conquista muy reciente de las democracias liberales, como para ser usadas como arma política coyuntural. España tiene todavía un déficit notable en ese aspecto, por eso es un asunto que debe ser tratado con seriedad, coherencia y respeto a todas las religiones y, por supuesto, a quienes no creen en ninguna de ellas.