No es posible vivir al margen de la realidad

OPINIÓN

20 sep 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

La realidad puede ser tan incómoda como tozuda. En ocasiones, como sucede con la situación política de España, logra disgustar a prácticamente todo el mundo, pero no por eso deja de ser implacable. La ensoñación puede ser una forma de afrontar las aflicciones, lo malo es que el duro despertar es inevitable, salvo que se caiga en la locura. No acaban de comprenderlo los líderes de los cuatro principales partidos que, unánimemente decepcionados por los resultados de las dos últimas elecciones, parecen comportarse como si hubieran sido muy distintos.

Tras las de diciembre, todos hicieron lo posible para que se convocasen unas nuevas; cuando llegaron, el desconsuelo se repitió, salvo en el caso de Rajoy, que presume que las ganó. Pedro Sánchez ve a sus 85 diputados como suficientes para gobernar. Rivera se sigue creyendo la bisagra que no es. Pablo Iglesias sueña con el gobierno de izquierda (o «progresista» o «de cambio») que entorpeció cuando fue posible. Vanas ilusiones, lo cierto es que el PP solo consiguió el apoyo de un tercio de los votantes y no tiene mayoría en el Congreso ni siquiera con los diputados de la bisagra que pudo ser. La suma de los escaños de PSOE y Unidos Podemos es inferior a la de los de PP y Ciudadanos y solo podría lograr la investidura con los votos favorables de los independentistas catalanes, no todos de izquierdas, que exigirían un referéndum de autodeterminación, y del PNV.

Así las cosas, solo caben dos acuerdos: PP-PSOE-Cs o PSOE-UP-C’s. Ambos serían poco viables con gobiernos monocolores y parecen imposibles con coaliciones de tres partidos. En los dos casos, uno de los implicados debería permitir la investidura sin entrar en el ejecutivo. Un precio elevado para quien se arriesga a ser considerado cómplice de los errores de la gestión sin poder disfrutar de las ventajas del poder. Solo podrían constituirse, con un declarado carácter transitorio, para salir del atolladero, aprobar los presupuestos, combatir la corrupción, establecer puentes con los nacionalistas y sacar adelante las reformas imprescindibles, entre las que, en estas condiciones, no cabría la de la Constitución. Quizá con el compromiso de convocar nuevas elecciones en el plazo de dos años.

El gran obstáculo para la primera opción es Mariano Rajoy. Su responsabilidad en la corrupción del Partido Popular y las instituciones contaminaría cualquier acuerdo. Debió dimitir cuando estalló el caso Bárcenas. Si el PP tuviese una organización democrática, habría sido destituido tras la grave derrota electoral de diciembre de 2015, catastrófica para un partido que tenía mayoría absoluta en el parlamento e inédita en la historia de la democracia iniciada en 1977. Es cierto que la decepción del electorado de izquierda y de parte del de Ciudadanos permitió que aumentase el número de escaños el pasado junio, aunque con un índice de popularidad personal bajísimo y sin que esa subida fuese suficiente para que su partido pudiese formar gobierno sin la aquiescencia del PSOE. No parece aventurado sostener que el PP habría logrado mejor resultado con otro candidato a la presidencia del gobierno.

Es comprensible que el PSOE rehúse colaborar en la formación de un nuevo ejecutivo presidido por Rajoy. Lo ocurrido con Soria y Barberá prueba que ha aprendido muy poco de lo que ha sucedido estos años y su compromiso en la lucha contra la corrupción es, por decirlo con suavidad, débil. El gran error de los socialistas reside en oponerse sin ofrecer ninguna alternativa. Si no estaban dispuestos a intentar la investidura de un ejecutivo con el apoyo de Unidos Podemos y los nacionalistas, debieron dejar abierta la puerta a un acuerdo con el PP y C’s sin Rajoy. Es muy improbable que un partido tan jerarquizado y caudillista lo hubiese aceptado, también que su líder hubiera tenido un gesto de auténtico patriotismo y decidiese retirarse, pero el PSOE no aparecería, como ahora, como el partido del «no», el principal responsable de una nueva convocatoria electoral. Quizá quede todavía tiempo para intentarlo.

La segunda opción, el acuerdo entre PSOE, UP y C’s, exigiría renuncias notables a los dos últimos partidos, se encontraría con el rechazo de muchos de sus votantes, una oposición extrema del PP en el parlamento y la hostilidad de la conservadora prensa madrileña, pero, si lograse revertir las políticas más antisociales y liberticidas, reformar la ley electoral y restablecer el diálogo con los nacionalistas, esas cesiones podrían acabar siendo valoradas positivamente por la opinión pública. Tendría sentido como un gobierno transitorio y con mayoría de ministros independientes, personalidades reconocidas, afines a los tres socios. El mayor obstáculo, por encima de las políticas sociales o la economía, sería, sin duda, la cuestión de Cataluña, pero esta alternativa respondería más a los deseos de cambio que mostraron los electores en diciembre y junio que la permanencia del PP en el gobierno.

Las terceras elecciones solo servirían para aumentar el descrédito de la política, nadie quedaría incólume. Si el PP consiguiese algunos escaños más no sería porque aumentasen sus votos, sino gracias al crecimiento de la abstención entre los votantes del centro y la izquierda. Una nueva bajada del PSOE solo contribuiría a convertirlo en irrelevante y no parece probable que UP pueda recuperar en una nueva campaña el entusiasmo perdido, aunque conserve el porcentaje de votos. Sin duda, la deseada regeneración se convertiría en un sueño que pudo ser posible.