Vivir entre rejas

OPINIÓN

24 sep 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

A principios de 2016 conocimos la noticia de que la población reclusa en España se redujo por sexto año consecutivo. En los últimos seis ejercicios, el número de presos en cárceles españolas disminuyó un 19%. Si la intuición señalaba que la crisis y su impacto en las economías familiares podía hacer aumentar la delincuencia, los datos nos indican en la dirección opuesta. Que se reduzca el número de personas privadas de libertad es siempre una buena noticia, aunque las cifras totales siguen siendo alarmantes.

En España hay algo más de 75.000 personas encarceladas. La tasa es de 133 presos por cada 100.000 habitantes lo que supone un 32% más que la media Europea y más del doble de la tasa de los países escandinavos. Alemania cuenta con 80 presos por cada 100.000 habitantes, Suiza cuenta con 82, Bosnia Herzegovina con 76 y Eslovenia con 69. La diferencia de tamaño proporcional de la población presa española con respecto a la de otros países de nuestro entorno resulta escandalosa y preocupante. Más aún si tenemos en cuenta que en 1975 la población reclusa en España era de poco más de 8000 personas. Y a finales de los años ochenta, en pleno auge de la criminalidad relacionada con la adicción a la heroína, el número de presos en España era aproximadamente la mitad de los que tenemos actualmente.

No existe una única explicación a este fenómeno. Algunos señalan a la inmigración como la causante del aumento de la población reclusa pero lo cierto es que otros países con porcentajes mayores de población inmigrada no tienen nuestra tasa de encarcelados. Hay incluso quien sugiere, sin rubor alguno, que el buen tiempo y el modo de ser mediterráneo invitan a la criminalidad.  En todo caso parece razonable pensar que no existe un único motivo sino una suma de factores que son causa de este «hecho diferencial» nuestro tan vergonzante.

De lo que no cabe la menor duda es de que las leyes no contemplan suficientemente penas alternativas a la prisión. La dureza penal es un reclamo electoral de primer orden, hasta el punto de que hace año y medio se implantó la cadena perpetua en nuestro país (bajo la eufemística fórmula de «prisión permanente revisable») sin que tal medida provocara una gran resistencia. Y es que en ocasiones reclamamos más años de cárcel para determinados crímenes con una ligereza pasmosa, como si pasar veinte primaveras entre rejas no fuese tortura ni tiempo suficiente de sufrimiento para un ser humano. Cosa distinta es que seamos partidarios del modo medieval del «ojo por ojo» y que pensemos que toda una vida encarcelado no puede vengar un asesinato o una violación.

Una sola persona encarcelada supone no sólo un fracaso individual sino también un fracaso de la sociedad en su conjunto. Los programas destinados a resocializar al delincuente son escasísimos, cuando no inexistentes. Y en ocasiones se despacha el asunto con el testimonio de algún psicólogo que certifica que determinados criminales son irrecuperables para la sociedad, en una lección magistral de pseudociencia totalitaria a medio camino entre Goebbles y Mengele.

No sólo es que España tenga el mayor porcentaje de población reclusa de Europa Occidental, lo que conduce inevitablemente a la masificación de los centros penitenciarios y al hacinamiento. Por si esto fuera poco, las condiciones de vida en prisión han empeorado significativamente desde que gobierna el PP. Si algo se le puede reconocer al PSOE durante sus años en el gobierno, es que puso empeño en mejorar la situación de los ciudadanos encarcelados. Mercedes Gallizo, primero como Directora General de Instituciones Penitenciarias y más tarde como Secretaria General de dicho departamento, fue sensible a la situación de los presos e hizo una labor que ahora el PP se está encargando de desmontar. El desmantelamiento de la Unidad Terapéutica de Villabona o el alarmante número de presos muertos en el centro penitenciario da buena cuenta de ello.

Incluso en los países más democráticos, las cárceles son espacios donde los derechos y las libertades muchas veces brillan por su ausencia en una suerte de limbo jurídico. Y es que la sociedad da la espalda a aquello que teme. Las prisiones son esa alfombra bajo la que barremos el polvo para que nuestros invitados no lo vean. Pero todos, absolutamente todos, podemos acabar algún día entre rejas. Así que más nos vale construir prisiones más humanas y más dignas, donde la reinserción no sea tan solo papel mojado. Mientras tanto es imprescindible pensar condenas alternativas a la cárcel para que los autores de los delitos más leves no se vean privados de un bien tan valioso como la libertad y para que los centros penitenciarios sean últimos recursos donde los presos no tengan que vivir hacinados y en condiciones inhumanas.