Iniciativa Interrail

OPINIÓN

08 oct 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Uno de los mayores obstáculos con los que se ha encontrado la construcción europea en los últimos sesenta años ha sido la dificultad para articular una identidad común capaz de construir una verdadera ciudadanía europea más allá de las fronteras de los Estados-nación. El movimiento antieuropeo, que ha cristalizado particularmente en el Reino Unido con el resultado del referéndum sobre el Brexit, encuentra su asidero en la exaltación de la diferencia, de la particularidad, frente a lo común y frente a aquello que nos puede unir en el proyecto colectivo que supone la Unión Europea.

En un territorio de cuatro millones y medio de kilómetros cuadrados y con una población de más de quinientos millones de habitantes, el reto de construir una identidad europea resulta titánico. Veintiocho Estados y veinticinco lenguas oficiales, más aquellos otros idiomas que no lo son, presentan un panorama social y cultural en el que resulta enormemente complejo elaborar un volksgeist propio y diferente de los distintos nacionalismos patrios. No en vano el lema de la Unión Europea reza «Unida en la diversidad», lo que supone toda una declaración de principios que, no obstante, resulta muy complicado poner en práctica si tenemos en cuenta que cada Estado cuenta con sus propios medios de comunicación (no sólo nacionales sino también regionales y locales) pero por el contrario no existe ni un solo medio de comunicación a nivel europeo, más allá del canal de noticias Euronews.

Los poderes de la UE no son ajenos a ese hándicap con el que se topa la construcción europea en el terreno de la construcción de una identidad común. Esta semana el Parlamento Europeo ha debatido una iniciativa que propone entregar a todo ciudadano de la unión un billete de Interrail cuando cumpla 18 años, lo que le permitiría viajar en tren por buena parte del continente. La propuesta, además, pretende combatir el populismo antieuropeo y el nacionalismo ramplón que está logrando resultados electorales alarmantes en algunos países de la UE con discursos centrados en la exaltación de lo particular y en el desprecio a lo diferente.

La «iniciativa Interrail» es enormemente positiva, además de ingeniosa y eficaz. Pero no es suficiente. Ni siquiera la subvención de todos los billetes de tren de una persona a lo largo de su vida podría hacer olvidar el papel que algunas instituciones europeas han tenido en la gestión de la crisis económica a través de estrategias de ultra austeridad enormemente lesivas para la calidad de vida de los ciudadanos del Sur de Europa. Necesitamos una Unión Europea más amable, más cercana y más democrática. Una Europa en la que los ciudadanos sean verdaderamente lo primero, sea cual sea su país de origen o su posición económica.

Esa Unión Europea que necesitamos pasa por superar de una vez por todas la lógica del nacionalismo estatal. Pasa por darle mayor poder a la Eurocámara, verdadera voz de los ciudadanos europeos, y limitar el poder del Consejo, que no es otra cosa sino una reunión de Estados en la que siempre tienen la sartén por el mango los más poderosos, particularmente Alemania. Y es que el gran problema de la Unión Europea es que aún no se ha decidido entre la interestatalidad que predican los más euroescépticos y guardianes de la soberanía nacional, y la supraestatalidad que reivindicamos aquellos que creemos que el proyecto europeo debe avanzar hacia una verdadera unión política, legitimada democráticamente y cuya seña de identidad sean las políticas sociales.

Para avanzar en la construcción europea, resulta imprescindible todo aquello que suponga fortalecer una identidad común que trascienda a la de los Estados-nación. La «iniciativa Interrail» es un primer paso, aunque tímido e insuficiente. Pero al menos pone de relieve la preocupación de los líderes europeos por combatir un populismo nacionalista que está creciendo en Europa y que, si no lo atajamos de raíz, puede convertirse en el gran problema del continente en las próximas décadas. Ojalá hayamos aprendido la dura lección que vivió Europa en la primera mitad del pasado siglo.