16 oct 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

A propósito del Premio Nobel de Literatura concedido este año a Bob Dylan, hay manadas de lectores, escritores, críticos e indocumentados que están mostrando su descontento, indignación incluso, con la apuesta de la Academia sueca. Sin embargo, la cuestión no es el descontento; la cuestión es el argumento, los argumentos, porque los hay que exilian a sus decisores a tierras baldías, eriales, donde las semillas de la cognición se deshacen en polvo, aunque el agricultor se presente como profesor de Lengua y Literatura, como el que escribió algo de este estilo: y yo que siempre digo a mis alumnos que lean sin escuchar música, y cierra el esperpento con un: tras Dylan, por qué no a Sabina. Detrás del ampuloso rótulo Profesor se guarecen más medianías de las que puede soportar este país para dejar de ser un país de farándula en el que casi todos entienden de casi todo y no se sonrojan por lo que dicen o escriben, en paralelo a las discusiones en bares y chiringuitos, las cátedras desde las que brotan las opiniones más científicas. Por lo demás, hay otras voces de bajura contrarias al nuevo Nobel que es sano obviar.

Como pretendo que esta columna no se alargue con la intención de que sea leída por quienes ya sufren ante tres o cuatro párrafos, centraré mi análisis en dos tipos de desavenencias. Por el primero, la exposición de los argumentos se agarra al concepto de merecimiento, que les es válido para sentenciar que Bob Dylan carece de potencia literaria. Este grupo no se percata de que este concepto es confuso, no es matemático, para decirlo de manera que nadie tenga dudas de lo que intento transmitir. Poner de acuerdo a los entendidos es ya una necedad; poner de acuerdo a los aficionados es tarea inconmensurable. Esto, no obstante, no es obstáculo para que algunos candidatos al Nobel sean abrumadoramente respaldados por la contundencia de su obra, caso de Jorge Luis Borges. Pero ¿qué  tiene que ver que Borges haya sido ninguneado por la Academia para que otro, en cualesquiera de los años posteriores a su muerte, no sea gratificado? ¿Cómo esgrimir este y otros dislates suecos para despedazar a un premiado? Apelar a los merecedores de ayer, de hoy, de los que vendrán, para invalidar a Dylan es una apoyadura tópica y coja, que es causa de invalidez para quien en ella se apoya. Cuando Cela, ¿no había otro mejor? Y Roth y Murakami, ¿para cuándo? Siempre, siempre, habrá alguien que cuestione a un galardonado. Así pues, esta réplica es hueca, a no ser que el premio se le dé a un manifiesto iletrado. Todo premio, se trate de la disciplina de que se trate, generará una controversia que, por sí misma, es insuficiente para renunciar a sopesar el trabajo del ganador, cuanto más si caemos en la cuenta de que estamos hablando de un jurado compuesto por humanos.

El segundo tipo de argumentación no es que sea más serio que el anterior, es que es serio, y reúne al mayor número de desencantados con el Nobel 2016, entre ellos, la poetisa Maeve Ratón, paridora de algunos de los poemas más transcendentales que he leído en los últimos tiempos. Según este grupo, Bob Dylan, al que no le restan méritos como músico, es, justamente eso, un músico, no un literato. Bien, así, a bote pronto, parece que tienen razón, porque una cosa es cantar canciones y otra escribir libros. Pero acontece un fenómeno asimismo muy humano, el de la clasificación. Necesitamos clasificar para conocer y, sobremanera, para entender la complejidad de la existencia y de lo existente. Hoy, además, la especialización está asumida sin discusión, incrustada en nosotros como un hueso o un músculo o una víscera. Está en la enseñanza Secundaria, por eso en el Bachillerato un alumno made in Spain  no puede elegir juntas las asignaturas de Latín y Matemáticas; está en la Universidad, por eso ha dejado de ser universal;  está en la adultez, en los trabajos específicos de cada uno. Por eso resulta chocante que se considere literato a un músico. El adoctrinamiento es: el barco está compartimentado, y no se admiten objeciones, es un mandamiento. ¿Cómo puede ser condecorado un historiador por una sociedad Geográfica? ¿Cómo un sociólogo por una Económica? Ah, no, cada uno en su lugar, cada uno en su espacio. «Quiero mi espacio», se oye a menudo en las conversaciones cotidianas, resultado de la cultura del Imperio gringo. Y este es un error de bulto. No todo está conectado con todo, cierto, pero sí muchos todos están conectados entre sí, porque, de lo contrario, no habría conocimiento. Las ciencias sociales no son parcelas cerradas, autosuficientes; se necesitan para ser: la Historia de la Geografía, y a la inversa. Y la Sociología y la Economía. Y la Literatura y la Música.

Las células contienen unos orgánulos que la alimentan, por así decir. En el siglo pasado la bióloga Lynn Margulis (fue esposa del astrónomo Carl Sagan, creador de la famosísima serie de divulgación para la televisión Cosmos: Un viaje personal, en la que hablaba de la música interestelar: vaya, Astrofísica y Música juntas) sorprendió a la comunidad científica con la teoría de que las mitocondrias habían sido células independientes que, con el tiempo, se aliaron con otras especies de células formando las que hoy nos constituyen. Esta simbiosis propuesta por Margulis fue rechazada de plano por sus colegas; era una teoría demasiado radical, revolucionaria, no podía ser verdad. Hoy, todos aceptan que, en efecto, hubo unión, que estamos hechos de células que colaboraron en beneficio mutuo. O sea, otra suma. Pero vayamos con la que más interesa.  

Sobradamente se sabe que la Literatura occidental no nació con un escriba; nació con un aedo, un cantor. Homero recitaba cantando lo que durante siglos cantaban, aunque con una estructura que él imprimió para acomodarse a su tiempo, el siglo VIII a.C. Y resultó la IlíadaCanta, diosa, de Aquiles el Pélida/ese resentimiento? ») y resultó la Odisea. Casi nada. Y veintiocho centurias después tenemos el Ulises de Joyce. Casi nada. Y un poco antes las Elegías romanas de Goethe, un admirador de los admiradores (los romanos) de la Grecia eterna. Casi nada. La cuestión, por tanto, sería esta: ¿El cantor Dylan era un letrista o, desbordándose, creó también poesía? Si creó poesía, que es lo que la Academia sueca sostiene y yo, con ella, ¿tiene calidad, influyó en alguien, alteró de alguna forma el pensamiento de las gentes, de algunas gentes, creó «nuevas expresiones poéticas» que, por nuevas, irritan a los tradicionalistas, como sucede casi siempre, como le sucedió a Margulis? Argüir que un cantautor es cantautor y stop, que le está vedada la composición poética, es una etiqueta que fotografía al etiquetador: su cortedad. No necesariamente porque sea corto, sino porque lo han educado para ser corto, le están educando permanentemente para ser corto, para que aprenda definiciones con tabiques entre ellas. El diccionario dice esto de Música y esto otro de Literatura. El diccionario dice esto de Hembra y esto de Varón. De acuerdo, pero ¿no habrá algo común a Hembra y Varón? ¿Tal vez que son animales?  

Subyace en todo este proceso mental la dicotomía entre forma y contenido. No es una distinción menor, puesto que lleva actuando desde hace, cuando menos, unos seiscientos millones de años. La forma, y no el fondo, es el cebo para el apareamiento, para que la selección natural cumpla con su cometido. La hembra se fija en el macho de aspecto más saludable; el macho atiende a la hembra de curvas que las hace notorias en nuestra sociedad con las vestimentas y la cosmética. La forma es sexo y el sexo es forma, se exhibe a través de la forma. El apareamiento no conoce, ni quiere conocer porque es un impedimento, lo que ocultan los cuerpos espléndidos. Más adelante la pareja de cuerpos espléndidos se des-vela, a-parece tal cual es, y huyen el uno del otro. ¿Quién de entre nosotros puede atreverse a negar que alguna vez se nos clavaron los ojos en un ejemplar soberbio que pasó a nuestro lado? ¿Cuántos, finalmente, conviven con una pareja que, en el instante en el que la vio por primera vez, le pareció fea, y tómese el adjetivo, para quienes se toman el diccionario al pie de la letra, en su acepción primera: quien está desprovista de belleza? ¿Qué son si no los selfies? ¿Qué es si no Instagram? ¿Qué es si no la moda y los famosos y la emulación de estos? ¿Qué es si no el flirteo y el postureo? Música y Literatura son formas, sí, pero ¿pueden contener algo que las permita aparearse no por las formas con las que se a-parecen sino por la riqueza de sus almas? Estoy en la cuenta de que Bob Dylan ha burlado la selección natural y ha cometido un acto contra natura. Y quien se sienta más cómodo y feliz con lo que ve a priori, que siga sacándose selfies.