Educación para la oligarquía

OPINIÓN

25 oct 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Que la dinámica social no se entienda ya sólo (salvo para los más irredentos) en términos de lucha de clases y que la evolución del capitalismo en buena parte del siglo XX y las conquistas sociales arrancadas hayan permitido la experiencia, hoy en crisis, del Estado del Bienestar, no quiere decir necesariamente que haya desaparecido el concepto de clase. Otra cosa es que los límites sean más difusos, según en qué circunstancias, y que la forma de identificarse colectivamente haya cambiado de manera sustancial.

Se da la singular curiosidad de que los poseedores del factor de producción trabajo (o sea, la gran mayoría), que apenas tienen capacidad de ahorro, que como mucho lo invierten en su vivienda como principal activo familiar (ahora de difícil liquidez y minusvalorado por el pinchazo de la burbuja inmobiliaria) y que a lo máximo a lo que pueden aspirar es a tener un trabajo decente que les permita escapar de la pobreza laboral y del precariado, ya no se consideran clase trabajadora, sustituida la etiqueta por la borrosa concepción de clase media, a la que casi todos se adscriben, un poco por afán de estabilidad y un mucho por confusión entre el nivel de renta y su origen. Pero, aunque acoquinados por el discurso que considera sospechosa la invocación de la pertenencia a la clase trabajadora, desde luego que lo son, que lo somos, si se trata hablar en primer persona; y que conformamos la mayoría social. Claro que las cosas han cambiado respecto de la época del capitalismo manchesteriano o de los tiempos que pinta con maestría Orwell en «El Camino a Wigan Pier» (1937), al menos en Europa, aunque sigue habiendo bolsas inmensas (y crecientes) de miseria y explotación, también en nuestro entorno, y nuevas formas en que éstas se manifiestan con gran crudeza.

Mientras tanto, el reverdecer del sentido de pertenencia de clase donde se produce es, llamativamente, y a veces con toda su grosería, entre las personas que se saben miembros de las élites de privilegio. Hasta el punto de que el ascensor social molesta, la propia concepción de la redistribución moderada de la riqueza o la protección a las personas con menos oportunidades se cuestiona y se muestran a las claras determinadas pretensiones que hace sólo unos años se ocultaban por cierto pudor (como hemos visto en Asturias con las manifestaciones en contra del Impuesto de Sucesiones, ¡con el billete de 500 € con crespón negro por bandera reivindicativa!). Que se pretenda el refugio en una educación segregada socialmente y basada en la exclusividad, se cultive la diferenciación en el ocio y los hábitos sociales, se establezcan categorías bien nítidas por el nivel de renta en la distribución en el espacio urbano (entre la gentrificación y el barrio residencial selecto), se cuide la proveniencia familiar como forma de distinción de los otros, se alimente larvadamente (porque todavía cabe beneficiarse del sistema público) la conveniencia de una sanidad y unas pensiones basadas en el aseguramiento individual y no en la solidaridad colectiva, no es una conducta carente de intención. Especialmente cuando, a la par, se incrementan las desigualdades y surgen nuevas tensiones derivadas de la complejidad añadida que comportan los flujos migratorios y el estrechamiento de distancias con realidades donde las inequidades son todavía más brutales.

Esta conciencia de clase entre las élites, dispuestas a transferirla a su generación en formación, y que se dicen cansadas de pagar impuestos, objetan contra los derechos laborales y desconfían de todo lo que huela al Estado (salvo en materia de seguridad y unidad nacional), destaca al contrastarla con la pérdida de identidad y de noción de sus intereses entre la clase trabajadora. Intereses, por cierto, que nada tienen que ver en nuestros tiempos con ensoñaciones o pesadillas como las alumbradas en el siglo pasado para construir el paraíso proletario en la tierra, ni con la ineficaces de la economía centralizada o las monstruosas del Estado totalitario. Pero que, desde luego, tampoco tienen que ver con el mundo al que retornamos en el que la desigualdad más aguda vuelve a ser parte de la vida cotidiana, asumida irreflexivamente por quienes la padecen.