Usando un tema menor -la elección de Fernández Díaz para presidir la Comisión de Exteriores-, el PSOE de Javier Fernández intentó plantarle cara a las ambiciones de Iglesias, cuya estrategia consistía en utilizar esta escaramuza para demostrar que existe una coalición encubierta de PP, PSOE y Ciudadanos, y que la verdadera oposición es Podemos. Por eso, cuando los socialistas se negaron a hacer tenaza con Podemos contra Fernández Díaz, cundió en los despachos del poder la agradable sensación de que había base para una razonable, aunque difícil, gobernabilidad. Al mismo tiempo, usando esta vez un tema mayor -el intento de paralizar la Lomce antes de fraguar un consenso educativo-, el mismo PSOE se sumó a la contradictoria tesis de que el verdadero Gobierno de la XII Legislatura está en la carrera de San Jerónimo, y que Rajoy no recibirá más alientos ni complicidades que los que resulten imprescindibles para mantenerlo vivo mientras el PSOE se regenera. Más aún, cuando el PSOE regresó inesperadamente a las posiciones de Pedro Sánchez, y dejó en suspenso la anunciada elección de Fernández Díaz -que finalmente fue designado por el PP para presidir otra comisión, la de Peticiones-, vino a demostrar que, como dijo en su día el presidente de su gestora, el Partido Socialista «está seriamente podemizado», y que el precio a pagar por el desbloqueo de la investidura va a ser el bloqueo absoluto del Gobierno. Por eso digo que el PSOE, en vez de seguir instalado en Ferraz, vive ahora entre Pinto y Valdemoro, donde resulta imposible identificar los restos de institucionalismo que aún resisten entre sus filas.
El problema se agravó cuando los socialistas trasladaron su balanceo a la peliaguda cuestión del techo de gasto, al anunciar que, en el remoto supuesto de pactarlo -para hacerle un guiño a Bruselas y a sus autonomías-, no queda comprometida, como sería coherente, la aprobación de los presupuestos. Y eso significa, en román paladino, que la vida del actual Gobierno va a ser un tormento estéril, y la convalecencia del PSOE un puro quiero y no puedo, mientras Iglesias representa su adorado papel de gallo de pelea, que cacarea más y mejor que nadie, pero que solo puede aspirar a ser lo que ya es. Se trata, se lo recuerdo, del peor pronóstico que cabía hacer para esta legislatura. Porque la idea de cocer al Gobierno en su propia salsa es una irresponsabilidad democrática que una alternativa de gobierno jamás debería aceptar.
Pero me temo que el PSOE ya ha optado por la dieta que peor le sienta, mientras le entrega cuatro migajas de éxito a un Iglesias que, tras aplazar su sueño de asaltar los cielos, se conforma con quitarle al PSOE el liderazgo de la oposición. Y eso sucederá irremisiblemente si Rajoy, que no le desea ningún mal al PSOE, se ve obligado a convocar las terceras elecciones. Porque ahí está el pozo en el que España peligra y el PSOE desea inmolarse. ¡Por más increíble que parezca!