Fidel en la Historia

OPINIÓN

29 nov 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando el 1 de enero de 1959 triunfó la revolución cubana, finalizaba el mandato del muy conservador presidente Eisenhower, que tenía a Richard Nixon como vicepresidente, a John Foster Dulles como secretario de estado y a su hermano Allen como director de la CIA. Una administración obsesionada con frenar a los comunistas y proteger los intereses económicos norteamericanos en el mundo, que intervino sin miramientos para acabar con el reformismo nacionalista de Mosaddeq en Irán en 1951. Quizá la historia hubiese sido muy distinta si las potencias imperialistas occidentales hubieran permitido sus reformas democráticas, sociales y económicas, pero prefirieron a un Shah corrupto y autoritario como guardián de su «derecho» a explotar el petróleo de los iraníes. Puso también fin violentamente a la alternativa democrática y reformista del presidente Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954, entonces tocaba defender a la United Fruit, como antes a las compañías petroleras. Impuso al dictador Ngo Dinh Diem en Vietnam del Sur y apoyó a los igualmente sanguinarios Rafael Leónidas Trujillo, en la República Dominicana, y Anastasio Somoza, en Nicaragua. América Latina estaba plagada de dictaduras amigas. A Franco le dio un espaldarazo decisivo con la famosa visita a España de 1959. Fue la administración de Eisenhower la que le dejó preparada a Kennedy la invasión de Bahía Cochinos

Eisenhower no supo, o no quiso, comprender los cambios que vivió la URSS tras la muerte de Stalin en 1953. Es cierto que la desestalinización impulsada por Jrushchov tuvo un alcance limitado, pronto puesto en entredicho por la brutal intervención militar en Hungría, pero el nuevo mandatario soviético estaba interesado en frenar la carrera de armamento y lograr una cierta distensión.

Ese era el mundo en el que una guerrilla dirigida por jóvenes revolucionarios logró derrocar a la dictadura de Batista en Cuba. Un mundo más pobre e incluso más desigual que el actual. En África y en Asia los pueblos luchaban por su independencia y por el control de sus recursos naturales, mientras la guerra fría servía para que la retórica de la defensa del «mundo libre» se utilizase como pantalla para construir un nuevo imperialismo económico sin que la libertad importase demasiado. No es extraño que la revolución cubana despertase entusiasmo en América Latina, en el tercer mundo, en toda la izquierda, especialmente entre los jóvenes, y entre los intelectuales críticos con el nuevo orden capitalista e imperialista surgido tras la Segunda Guerra Mundial.

Fidel Castro, el Che Guevara, Camilo Cienfuegos, eran líderes nacionalistas, antiimperialistas, regeneradores, ajenos a la tradicional burocracia comunista. Para los Estados Unidos, que habían considerado a Cuba como un protectorado tras su victoria sobre España en 1898, era un golpe que no podían aceptar. Tras los titubeos iniciales, las primeras medidas nacionalizadoras de la economía convirtieron el derrocamiento del nuevo gobierno en su principal objetivo. Fidel y el Che iban a ir pronto mucho más lejos de lo que se había propuesto Arbenz con su moderada reforma agraria.

Se reprocha a los revolucionarios cubanos que no hubiesen convocado de inmediato elecciones. Las habrían ganado, pero un sistema plural de partidos y que se relajase la movilización popular hubiera facilitado la intervención norteamericana. No parece probable que las elecciones libres fuesen un freno eficaz para la CIA, no lo fueron en ningún sitio, ni siquiera en países del tamaño de Brasil. Los jóvenes idealistas que se hicieron con el poder en Cuba decidieron ejercerlo para transformar la sociedad, acabar con la pobreza y las desigualdades y garantizar la independencia frente a EEUU. No tenían más remedio que buscar el cobijo de la URSS, aunque es más discutible que esto exigiese el establecimiento de un sistema similar al soviético.

La sucesión de acontecimientos fue muy rápida: EEUU impuso en 1960 el embargo económico; en 1961, justo antes de entregarle el poder a Kennedy, Eisenhower rompió las relaciones diplomáticas con Cuba; pocos meses después se produjo la invasión de Bahía Cochinos; en 1962 estalló la crisis de los misiles. Solo la URSS y los países comunistas podían darle a Cuba el apoyo económico y la ayuda militar que necesitaba, pero no parece que Jrushchov le impusiese a Fidel Castro el sistema de partido único de corte estalinista y la rápida estatalización de la economía que se produjo en los años sesenta. Los soviéticos mantuvieron estrechas relaciones con países del tercer mundo que no establecieron un socialismo tan radical.

Probablemente, entre la sarta de tópicos y banalidades que hemos podido leer estos días, una de las críticas más acertadas que se le hacen a Fidel Castro es su personalismo, que se dejaba aconsejar poco, y su voluntarismo, que le conducía a adoptar decisiones escasamente meditadas. Es sorprendente que el espejismo de la propaganda no le permitiese ver que la estatalización de la agricultura había sido el mayor fracaso de los países socialistas. Lo mismo sucede con el sistema de partido monolítico, la progresiva eliminación de la libertad de opinión y la falta de independencia del sistema judicial. Todo ello conduciría necesariamente a la burocratización y anquilosamiento del régimen político, permitiría errores que se hubiesen corregido con una dirección colegiada, mayor participación popular y técnicos independientes en la administración que pudiesen influir en las decisiones con opiniones expresadas libremente y sin temor a caer en desgracia.

Cuba no fue nunca un país estalinista clásico, entre otras cosas porque Fidel no lo era. Es impensable que cualquiera de los dirigentes estalinistas, el mismo Jrushchov era un patán, mantuviese la relación que él tuvo con escritores, artistas e intelectuales, discutiese con ellos y, sobre todo, los leyese. A pesar de ello, hubo ocasiones en que se acercó mucho a los modos del estalinismo. Bien está que se arrepintiese al final de su vida de la persecución a los homosexuales o que se abandonasen las estúpidas directrices sobre la música o las artes, pero con un mínimo de democracia y libertad nunca se hubieran producido.

En cualquier caso, es muy cómodo ver las cosas desde la perspectiva del siglo XXI, tras el fracaso del llamado socialismo real, y olvidar que durante la guerra fría la perspectiva de caer bajo el control norteamericano no era una bicoca en la mayor parte del mundo, otra cosa es que sus oponentes fueran terribles. En cierta manera, la tragedia del castrismo es la de la izquierda del siglo XX. Josep Fontana cita una frase de un gran historiador marxista, de la Alemania del este, Manfred Kossok, a quien tuve el placer de conocer, que la expresa bastante bien: «El crimen histórico de la casta estalinista de dirección consistió en haber abusado del idealismo de generaciones completas y haber desacreditado de manera irreparable la idea del socialismo».

Fidel se implicó demasiado con el posestalinismo soviético, no supo mantener una independencia que hubiera sido importantísima para Cuba y para la izquierda mundial. De todas formas, nunca fue posible el socialismo en un solo país, menos en uno tan pequeño como Cuba, el fin del estalinismo siempre lo hubiera arrastrado. Es difícil saber qué va a suceder en los próximos años. El capitalismo de Estado fuerte y partido único que impera en China o Vietnam quizá pueda ser útil como forma de transición, más bien hacia el capitalismo pleno que a otra cosa, pero no es un modelo atractivo, ni revolucionario en ningún sentido.

Fidel tuvo mucho de figura heroica, de Robin Hood que supo doblegar al rico, poderoso y rapaz vecino; fue atractivo en su insolencia y su idealismo, aunque también engreído e incapaz por ello de asumir sus limitaciones y las ventajas de la democracia, por muy vigilante que fuera con la contrarrevolución y el enemigo externo. Eso sí, no fue un tirano sanguinario, eso queda para los amigos de Foster Dulles o Kissinger, o para algunos de los de Fidel, por supuesto.