A la historia de Fidel le sobraron cuarenta años

OPINIÓN

28 nov 2016 . Actualizado a las 08:36 h.

Las revoluciones liberales fueron intensas, eficaces y con una pauta precisa. Primero se hace la revolución intelectual, que fija los objetivos y los cambios conceptuales. Después se produce la agitación burguesa, que da lugar a los cambios estructurales de la economía y la política. En tercer lugar viene el ciclo social -el de las guillotinas, la descristianización y la depuración de las élites linajudas-, que socializa los beneficios revolucionarios. Y finalmente llega la contrarrevolución -la de Napoleón, por ejemplo-, que restaura el orden, asienta los avances y extermina las metástasis. Y por eso, porque hay un ciclo de depuración y avance y otro de quimioterapia y convalecencia, todas las sociedades modernas y libres son hijas del liberalismo.

Por la otra acera de la historia circulan -con un amplio abanico ideológico, entre nazis y bolcheviques- las revoluciones maximalistas, que, empeñadas en matar un mundo para que nazca otro, masacran el orden preexistente, imponen su cosmovisión doctrinaria y sectaria, masifican -en vez de repartirlos- los beneficios de la revolución, y generan un orden dictatorial que tiene su justificación en la obsesiva necesidad de perseverar -los mil años del Reich, o la sociedad comunista de Lenin- en el servicio al pueblo. La contrarrevolución, en estos casos, viene del pueblo mismo, que, harto de utopías, privaciones, dictaduras y miserias, acaba por mandar toda la revolución al vertedero y repone formas arcaicas y reaccionarias de capitalismo.

La última revolución finiquitada es la castrista, que deja tras de sí un país pobre y desorientado, y que, tras la indigestión de salvapatrias que lo condenó al desastre, está más cerca del neocapitalismo de Putin que de las democracias occidentales. La Cuba que viene verá emigrar a sus proletarios para dejar lugar al turismo de paraísos baratos. Porque, viudo de mitos y símbolos, el castrismo es un horrendo fracaso, al que le sobraron cuarenta años de carisma y dictadura. Sus orígenes liberadores -poéticos y románticos para los que los vieron de lejos- acabaron generando un sistema esclerotizado y una retórica pelma y empalagosa que impidieron que Cuba evolucionase de forma natural. Porque las revoluciones maximalistas siempre terminan en contrarrevoluciones radicales, a las que no sobrevive ningún vestigio de su utópica justicia.

Las revoluciones son chispazos de cambio, que, si se empeñan en durar, se hacen plomizos, tiránicos e insoportables. Así sucedió en Rusia, China y Camboya; en la Italia de Mussolini, en la Alemania nazi y en el Japón imperialista. Y así tendrá que suceder, todavía, en Vietnam, Corea del Norte, Cuba y Venezuela. Porque lo malo no son las revoluciones, sino los maximalismos populistas. Una evidencia mil veces vista y sufrida, que siempre revive en pueblos desesperados.