La inteligencia emocional, la esperanza de los feos

OPINIÓN

03 dic 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Igual que la mayoría de la gente yo también llegué a creer en la existencia de un don personal para caer bien. Me fascinaba comprobar cómo algunas personas poseían una energía formidable para atraer a los demás, tenían algo especial, llamémoslo… un don. 

No cabe duda que el aspecto físico dispara en nosotros todos esos mecanismos arcaicos que están grabados en lo más profundo de nuestra mente. En esas profundas zonas tenemos programadas ciertas rutinas que hacen que aceptemos o rechacemos a las personas por unos u otros atributos físicos, y no hablamos de gustos culturales sino del gusto innato por lo bello. Nos cautivan las personas con caras simétricas, nos seduce el pelo brillante, las curvas prominentes, la piel tersa, las espaldas anchas… y de igual forma repudiamos lo tosco, lo amorfo y lo áspero. Me imagino que por eso Lee Van Cleef, el eterno malvado secundario, no logró nunca un papel de bueno, por mucho que suavizara su colérico y enjuto rostro. 

No faltan los estudios que relacionan la hermosura con el éxito en la vida. Algunas investigaciones afirman que los guapos tienen mejores sueldos, posiciones sociales, gozan de mayor reconocimiento, obtienen mejores calificaciones y, por si fuera poco, las estadísticas desvelan que las condenas judiciales resultan más benévolas cuando el culpable es… bello. 

Pero esa apolínea creencia a la cual yo consideraba responsable del éxito social, se fue desmoronando a medida que conocía las teorías del liderazgo y de la inteligencia emocional. Hace ya mucho tiempo que algunos estudiosos de la materia como el archiconocido gurú de la psicología Daniel Goleman materializaron un concepto que antes era considerado como un regalo divino. A partir de sus estudios se pudo afirmar, para alivio de muchos y mío propio, que todo el mundo puede llegar a ser carismático y que el determinismo genético, en cuanto al concepto de magnetismo personal, gracia o virtud natural, era una cuestión relativa. 

Saber que la capacidad para caer bien o mal no depende de que seamos Brad Pitt o Scarlett Johansson es algo que me reconforta. Podríamos decir que a partir de autores como Goleman la virtud social se ha democratizado y ahora podemos afirmar que independientemente de la belleza exterior que uno exhiba, la cual contribuye indiscutiblemente al éxito social, existen otros mecanismos a los cuales podemos aferrarnos. Entender que las habilidades sociales pueden ser entrenadas y que la inteligencia emocional es flexible y moldeable nos abre las puertas para triunfar. Tan sólo hay que potenciar virtudes como la empatía, la capacidad de escucha, la autocrítica, el control personal y la paciencia. No pretendo exponer aquí un decálogo de cualidades a seguir, para eso tenemos infinidad de libros de coaching y de autoayuda, sólo quiero reivindicar que nuestro éxito social no está condicionado por nuestro sistema límbico y más allá de esas primeras impresiones que pudiera causar nuestro físico, las habilidades sociales serán las que al final determinen el grado en que somos rechazados o aceptados por los demás. 

Si tú también te sientes del grupo de los «corrientes», no temas. Únicamente hay que esforzarse un poquito para caer mejor, la fórmula no falla, pese a que existan curiosas excepciones que parecen saltarse todas las reglas, y sin duda exigirían de un estudio sociológico serio, aunque me temo que también pueda influir una saneada cuenta corriente y alguna torre en Wall Street.