Democracia representativa, participativa y deliberativa

OPINIÓN

20 dic 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

En estos tiempos de desorientación corremos el riesgo de desdeñar todo sin encontrar ningún recambio viable, dejando el terreno despejado para oportunistas y autoritarios. La eclosión de la crisis económica con la frustración de una sociedad que contemplaba a los gobernantes doblegados ante las circunstancias, dio paso al grito de indignación, orientado en algunos casos a una enmienda a la totalidad al sistema de representación democrática. Considerar que los miembros de los parlamentos y los gobiernos que de aquellos emanan «no nos representan» y que los partidos no son instrumentos válidos para la participación política, está llevando en distintos países a un singular proceso en el que se cuestiona a los representantes y las instituciones, pero no para crear formas distintas de manifestación de la voluntad popular, sino para sustituirlos por otros elegidos que desprecian las limitaciones y complejidades de la vida política y cuya dinámica de relación con el electorado no parece ser, precisamente, la del representante que rinde cuentas al representado. En el nuevo paradigma no hacen falta intermediarios ni procedimientos especialmente intrincados (de aquellos que abundan en el parlamentarismo) para traducir el mandato representativo en la toma de decisiones. Se decide y punto, aupados en el inicial apoyo popular directo, al parecer deseoso de liderazgos fuertes y sin miramientos.

A su vez, cuando los partidos políticos -los viejos y los nuevos- se mostraban más dispuestos a responder a las inquietudes ciudadanas (quizá no mayoritarias, pero sí muy activas) en materia de participación, control del poder político, transparencia y buen gobierno, la expresión del malestar hacia el sistema representativo en el auge del populismo y en el voto protesta en distintos referéndums, está permitiendo un cierto repliegue en las posturas más abiertas a dichas mejoras. En la agenda política han perdido relevancia materias como la gestión de los conflictos de intereses, la limitación de mandatos, la participación directa, las iniciativas populares o las consultas a la ciudadanía, por poner algunos ejemplos. Echar la culpa a las decisiones del cuerpo electoral en determinados procesos o referéndums para denostar las interesantes vías, muchas por explorar, en materia de participación en los asuntos públicos (incluido, como no, el referéndum), permite volver a ciertas inercias. Habría, de este modo, justificación para recular en la profundización democrática, vista la deriva autoritaria de la protesta contra el sistema representativo. De lo que se trata es de protegerse del temporal y no haría falta, bajo este razonamiento, andar en disquisiciones sobre la mejora de la calidad democrática cuando el populismo y las democracias de corte autoritario se imponen o amenazan seriamente con hacerlo.

A golpe de contradicción, hemos llegado al punto en el que determinado discurso interesado pretende contraponer el modelo de democracia representativa con la democracia participativa y deliberativa. Para cualquier concepción rigurosa sobre la formación del poder político en democracia, que apueste por poderes públicos que cumplan razonablemente su cometido, cierta altura en el debate, instituciones sólidas que permitan un sistema de controles y contrapesos eficaz pero que no esté reñido con la gobernabilidad, está fuera de duda la necesidad de elegir representantes que respondan a las inquietudes y sensibilidades de la ciudadanía, se sujeten a ciertas limitaciones y expresen la voluntad popular. Nada de esto significa otorgar un cheque en blanco, ni asumir la consolidación de burocracias partidarias, ni aceptar el surgimiento de la clase política o «los políticos» (¡a veces así autodenominados!) como segmento social distinto del resto. El perfeccionamiento en los mecanismos de representación y la implicación activa de la ciudadanía en los asuntos públicos es una necesidad de primer orden, para enriquecer el proceso de toma de decisiones y asegurar un adecuado control a quienes temporalmente ejercen el poder político. Para ello, es imprescindible establecer mecanismos de democracia participativa, incluso de toma de decisiones directa en aspectos específicos donde se pueda realizar un análisis racional y constructivo de las cuestiones sobre la mesa. Aumentando, naturalmente, la viveza y diversidad de un debate político que debe trascender del lenguaje publicitario a la caza del consumidor-votante y debe venir acompañado de las contribuciones de las voces cualificadas.

La única vía para la renovación y fortalecimiento del sistema democrático pasa por armonizar criterios de representación delegada, participación activa y reflexión colectiva. Lo contrario es admitir el empobrecimiento de un sistema a la defensiva y resignarse a su progresiva sustitución -a la que ya asistimos- por autoritarismos ufanos de tal condición en los que las urnas son poco más que un revestimiento.