Matar la Navidad

OPINIÓN

24 dic 2016 . Actualizado a las 12:08 h.

La contradictoria relación que mantiene la cultura occidental con la fiesta cristiana de la Navidad solo puede interpretarse -con ayuda de Freud- como un conflicto subconsciente de afianzamiento de la personalidad, o como un tránsito vital hacia una madurez apenas intuida. La Navidad, especialmente en Europa, está más presente que nunca. Y no solo porque señala una inflexión festiva en todos los calendarios, o porque su dominio social se hace palpable en las calles iluminadas, los comercios atiborrados, la publicidad singularizada, las fiestas de empresa, las reuniones familiares, los Reyes Magos y las felicitaciones rituales, sino porque la Navidad se ha convertido, también, en una referencia inevitable en todos los análisis del PIB, del empleo, y del consumo.

La Navidad está ahí para todo y para todos. Y, lejos de mostrarse en peligro de extinción, todo apunta a que cada vez va a durar más, hasta ocupar -me temo- la mitad del año que deja libre la Semana Santa. La curiosa paradoja es que esta fiebre navideña coincide con el disparatado intento de descristianizar lo indescristianizable, como si fuese posible mantener vivo todo este jolgorio y este sublime despilfarro sin recordar que lo único que se celebra es el cumpleaños de un Niño, que nació pobre y acabó condenado a muerte, en las tierras de Palestina, y cuyos discípulos se multiplicaron de tal manera y con tanta intensidad que, más allá de reelaborar las culturas clásicas, y de insertarlas en las molleras endurecidas de pueblos rudos y dispersos, crearon la cultura y la civilización cristianas, generaron la sociedad más global de todos los tiempos -llamada Cristiandad-, y produjeron la mayor y mejor acumulación de arte, literatura, música, poesía y estructuras sociales y políticas que, para bien y para mal, determinan el mundo actual.

Y es esa inconmensurable presencia de lo cristiano la que explica que, al vernos eufóricamente desarrollados, seguros, ricos, poderosos y capaces de generar una historia autónoma, sintamos la freudiana necesidad de «matar al padre», como si esa fuese la condición necesaria para hacernos vitalmente adultos. Y por eso, siendo conscientes de que ese padre es tan abstracto e inabarcable como la Cristiandad, hemos decidido disparar contra la Navidad, que es, obviamente, el corazón del sistema. Así que ¡duro con ella! ¡Trabajemos sin descanso en lograr esa estupidez absoluta que sería una Navidad sin Dios! ¡Frenemos el poder de esa embajada institucional del cielo a la que llamamos Iglesia! ¡Y hagámonos mayores de una puñetera vez!

Después, ya se sabe, volverá Freud para hablarnos de la soledad de los adultos y de la nostalgia insuperable del padre perdido. Pero no tengan cuidado. Porque cuando tal cosa suceda el Niño Jesús seguirá ahí, naciendo todos los años, en el establo de Belén.