Aiguón tulif in América

OPINIÓN

15 ene 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

No llegué a Kennedy por un pelo. Pero su presencia, su imagen, su huella, la lleva uno en cada vietnam en el que se mete a diario, en cada traje de chaqueta de Jackie, en cada cráneo estallado a distancia, en cada imagen de Dallas, en cada Oswald, en cada teoría conspiranoica, en cada compás cantado a capela por Marilyn.

Lyndon B. Johnson me pilló en la guardería y en el colegio de don Antonio, que daba hostias como panes a la orilla de la Esgueva, ese río de nombre femenino que tanto divirtió a Góngora y a Quevedo. Del bueno de Lyndon solo puedo decir aquello de «¡Oh, qué lindico! / ¡Oh, qué lindoque!», puesto en boca del cordobés).

A Nixon lo viví como una ficción televisiva, igual que un personaje de una serie de aquellas de detectives (los del Pepe da Rosa, para más señas), con resabios de mafia; recuerdo a Nixon y me suena el Watergate por la peli esa tan famosa y tan bien hecha. Pero hoy Nixon es para mí la marca del reloj que llevo en la muñeca derecha, con su correa marrón y su esfera azulada.

Recuerdo a Gerald Ford pero no recuerdo nada más que su apostura frente a la cámara. La sonrisa de Jimmy Carter va unida a los cacahuetes, y a la gracia que me hacía pensar que Jimmy pudiera ser nombre de presidente, como Pepe, como Paco, como Chuchi, como Lola; luego le dieron un Premio Nobel por algo bueno que le hizo al mundo. Y ahí anda el hombre, a los noventa y tantos.

Los ocho años de Ronald Reagan son los de la Nicaragua sandinista y el Otan no/Bases Fuera, años de poner la misma cara de flipao que los personajes de Regreso al futuro cuando Marti McFly, que ya andaba con la mosca detrás de la oreja, les asegura que el bueno de Ron, actor tan poco versátil como mediocre, llegará a ser presidente de los Estados Unidos, años de Gorbachov y de Perestroika.

Viví la victoria de Bush padre en 1989 en un pueblo de Iowa que se llama Ames (un nombre, por cierto, idéntico a un municipio de La Coruña). A este presidente le vi decir aquello de que no le gustaba el brócoli (aquí casi no se comía) y la movida que le montaron los productores de esta planta de la familia de las brasicáceas, antes llamadas crucíferas; le vi decir «Leed mis labios: no más impuestos», le vi invadir Panamá. Y pensé que nada superaría a aquel personaje tan siniestro y tal vez le dieran también el Premio Nobel. Y resultó ser un estadista de talla histórica al lado de su hijo, el joven o junior George W. Bush, ignorante sin escrúpulos: su lista de tropelías es inabarcable. El del medio de los Bush, es decir, en medio de los arbustos, es Bill Clinton, Kennedy menor, lastrado por las mentiras y el impeachment por mentir al Congreso por un asunto de faldas o de blusas: moderno don quijote de la mancha que lucha contra molinos el despacho oval tocado solamente con su baciyelmo cubierto de barras y estrellas. Y hasta ayer, Barack Obama: ocho años sin esperanza y con convencimiento. O viceversa. Con su programa de seguridad social, su protección al medio ambiente, su cocinero joseandrés recibiendo de su mano la Medalla Nacional de Humanidades (Bajtín se partiría la caja, el pecho y el eje).

Y hoy, Donald Trump. Al menos para cuatro años. Puesto que «In God We Trust», que God nos pille confesaos. Estadistas, sociólogos, politólogos, estadísticos, gurús, adivinos, pensadores, presidentes de fundaciones políticas, coordinadores de think tanks, camareros de barra americana, tertulianos… nos hemos equivocado. Han fallado nuestras predicciones. Nuestros pronósticos, vaticinios, augurios, conjeturas y presentimientos han resultado erróneos. Lo verdaderamente importante era preguntarse por qué nadie recuerda el nombre de los vicepresidentes.