Democracia y representación

OPINIÓN

16 ene 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Jacques Rousseau nació en Ginebra en 1712. Entre otras muchas cosas, como la botánica y la música, se dedicó también a la filosofía política, pese a haber sido excluido posteriormente del grupo de los grandes representantes de la Ilustración. Su defensa de la soberanía del pueblo y de la inalienable libertad de los ciudadanos le convirtió en el gran teórico del mundo moderno sobre la democracia directa. Años después, Robespierre, líder de la Revolución Francesa y admirador de Rousseau, utilizó sus estudios como base para la formulación de sus propias teorías políticas, lo que le llevó a ser uno de los precursores en la defensa de la democracia representativa, que comenzaría a imponerse como sistema preferente años después.

Esta brevísima mención histórica sobre la democracia y la representación no tiene otro objetivo que señalar una evidencia que a veces parecemos olvidar: que la democracia representativa es un sistema que nace para mejorar los fallos de la democracia directa, y que a fecha de hoy es imposible separar democracia de representación, aunque es evidente que la democracia además de representativa, debe ser también participativa. Decía Robespierre que «la democracia es un estado en donde el pueblo soberano, guiado por leyes que son obra suya, hace él mismo todo aquello que puede hacer y a través de delegados todo aquello que él mismo no puede hacer», y creo que puede ser una afirmación todavía aplicable a día de hoy. Quizás el debate se encuentre entonces en dónde situamos la línea que separa lo que «el pueblo soberano» puede hacer por sí mismo y lo que debe hacer a través de «delegados», aunque es algo que a lo largo de los años ha ido puliéndose bien en los diferentes textos constitucionales modernos, alcanzándose en mi opinión un buen equilibrio entre ambas cuestiones, pero que debe revisarse a la vista de las muchas nuevas formas y hábitos de participación que han venido desarrollándose en los últimos años.

Eso sí, esta revisión no puede nunca hacernos olvidar que no existe ningún sistema que garantice la representación de la pluralidad y el respeto a ella más allá del ejercicio del poder a través de la elección democrática de representantes. Ninguno es ninguno. Pueden habilitarse mecanismos que fomenten o faciliten la participación de la ciudadanía a través, por ejemplo, de presupuestos participativos en los ayuntamientos, o de recogidas de firmas, o de iniciativas legislativas populares que se presenten ante los distintos parlamentos. Seguramente deba mejorarse también la rendición de cuentas de nuestros representantes, y garantizarse que existen mecanismos de control y censura a ellos y ellas. Pero ni las recogidas de firmas ni las iniciativas legislativas populares están por encima de los acuerdos democráticamente adoptados en nuestros parlamentos, ni la rendición de cuentas y la participación directa pueden eliminar o suplir a los representantes que elegimos para ejercer su función. Por poner un caso concreto: el Foro de la Familia puede presentar una iniciativa legislativa popular antiabortista acompañada de 24.500 firmas, pero el parlamento asturiano tiene toda la potestad para rechazarla y no admitirla a trámite, como ocurrió al inicio de esta legislatura. O por poner otro caso: aunque se reúnan 100.000 firmas en contra del impuesto de sucesiones en Asturias, la Junta General seguirá siendo la competente para fijar a través de una ley cómo se articula dicho impuesto. Y esto no constituye un ataque a la participación ni a la democracia, sino que es una constatación de que la soberanía que reside en los asturianos y asturianas sólo está representada en los 45 diputados y diputadas que conforman nuestro parlamento, y que son ellos y ellas quienes deben regir el futuro de la región.

Seguramente habrá quien piense que esta columna tan sólo contiene una sarta de obviedades que todo el mundo ya sabe y ya conoce, pero a la vista de algunos acontecimientos recientes, y escuchando algunas cosas que se dicen últimamente, creía necesario recordar que en democracia nunca nadie, en ningún ámbito, puede pretender actuar y hablar en nombre del conjunto. Da igual que sea de forma personal o colectiva, da igual que sea uno, que sean pocos o que sean muchos. No pueden. El conjunto tiene sus representantes legales y legítimos para tomar las decisiones que correspondan, y el respeto a ellos y ellas es y debe ser el punto de encuentro para todos y todas.