El amargo triunfo de la antipolítica

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado EL MUNDO ENTRE LÍNEAS

OPINIÓN

20 ene 2017 . Actualizado a las 07:55 h.

En Estados Unidos, la ceremonia del juramento presidencial marca tradicionalmente un paréntesis en la lucha partidaria. En la de 1889 llovía a cántaros, y fue el candidato derrotado y presidente saliente, Grover Cleveland, quien abrió su paraguas para proteger del agua a su rival, Benjamin Harrison, que pudo así pronunciar su juramento sin mojarse. Eran otros tiempos.

No es este el espíritu que reinará en Washington D. C. hoy durante la toma de posesión de Donald Trump. Se espera que se ausenten de la ceremonia más de medio centenar de congresistas. Varios de los artistas invitados a participar en la gala se han ido retirando en las últimas semanas; algunos en señal de protesta, otros porque han recibido amenazas. Se anunciaban manifestaciones, boicots… Las tomas de posesión de los presidentes republicanos acostumbran a ser más cálidas que las de los demócratas, pero eso es una curiosidad estadística de la climatología: la de hoy será políticamente gélida.

Los 80 de Nixon

Trump empieza su mandato con los índices de popularidad muy bajos, envuelto en el escándalo y la incertidumbre. ¿Es insólito? No. Sucedió al menos en 1973. Juraba Richard Nixon su segundo mandato, con el Watergate flotando sobre él como una nube de tormenta. Entonces no fueron cincuenta, sino ochenta los congresistas que boicotearon el acto. John Lewis, el representante que lidera este boicot a Trump ya había hecho lo mismo con George Bush en el 2001. También Bush había perdido el voto popular frente a Al Gore y su victoria electoral fue todavía más cuestionada. La diferencia está en esa otra cuestión, la incertidumbre. Bush era una magnitud conocida, un político convencional que se había mantenido dentro de los límites del establishment.

Es precisamente la impopularidad del establishment, la casta política, inducida desde ambos lados de la lucha partidaria, lo que ha llevado al poder a Trump. Es esta la amarga lección que muchos progresistas todavía tardarán en asumir. No se dan cuenta de que al decir «si por lo menos el presidente fuese John McCain o Mitt Romney» lo que están echando de menos es la seguridad que proporcionaba la clase política tradicional, la casta. También cuando echan de menos a Barack Obama, cuya gran virtud ha sido la dignidad y la discreta sensatez con la que ha encarnado la presidencia.

Orgullo herido

Trump no es como es porque sea un republicano -de hecho, ha cambiado de partido seis veces a lo largo de su vida-, sino porque no es un político profesional. Sus ideas, en la medida en que ha logrado expresarlas, son más liberales que las de su partido. Lo preocupante en él es el desparpajo, la incoherencia, los estallidos de orgullo herido, la credulidad, el redentorismo. Justamente, lo que tiene de antipolítico.

Los grandes medios de comunicación que se llevan ahora las manos a la cabeza ante las barbaridades que Trump publica en Twitter fueron los que durante años cultivaron sin cesar la idea disparatada de que las redes sociales eran la nueva sede de la democracia.

Quizás el mundo se merece a Trump durante un tiempo. Quizás, al menos, sirva de antídoto para el futuro.