Trump en «la tierra de los libres»

OPINIÓN

31 ene 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Les confieso que soy un apasionado seguidor de la política americana. Desde que tengo uso de razón, me han subyugado el funcionamiento, las instituciones y sobre todo, los políticos y políticas que conforman el sistema americano. Por ello, siempre me ha llamado la atención el enorme desconocimiento que tenemos en este país de la política estadounidense. La opinión pública y publicada española oscila, entre el papanatismo de un sector de la sociedad, generalmente conservador, que hace un seguidismo total de todo lo que nos llega del otro lado del atlántico y la retórica antiyanqui de una buena parte de la izquierda sociológica y política de este país. Lo cierto es, que desde que los Founding Fathers redactaron y firmaron la constitución allá por el año 1787, los Estados Unidos de América no han conocido más forma de gobierno que la democracia. En esos casi doscientos treinta años transcurridos desde que aquellos prohombres, reunidos en Filadelfia, decidieran dotar a las hasta entonces Trece Colonias de un nuevo sistema de gobierno, los Estados Unidos han padecido una guerra de secesión, dos guerras mundiales, una gran depresión, amén de innumerables conflictos civiles, sociales y raciales, pero aún así, la sociedad americana ha seguido viviendo «en la tierra de los libres», tal como define a ese país la última estrofa del himno norteamericano, («over the land of the free and the home of the brave…»). Durante las últimas semanas, he recibido infinidad de llamadas de un gran número de amigos y conocidos, la mayoría de ellos con una sensibilidad de izquierdas, que no han cesado de preguntarse cómo es posible que la primera potencia mundial haya elegido como su presidente a un personaje como Trump. A mi entender el peor error que podemos cometer, a la hora de intentar explicar esta situación, es el de caer en el estereotipo y el clasismo. Según una idea que ha calado en la vieja Europa, e incluso en muchos sectores liberales de la sociedad estadounidense, los votantes que han aupado a Trump a la Casa Blanca son un grupo de zafios, palurdos blancos del medio oeste, de clase trabajadora, (hillbillies, en terminología americana), racistas e ignorantes. En este sentido, todos recordamos el imperdonable desliz de la candidata demócrata, Hillary Clinton, cuando, en un acto de recaudación de fondos en Nueva York, se refirió a la mitad de los votantes de Donald Trump denominándoles, «panda de gente deplorable». «Nadie, con dos dedos de frente, podría votar al candidato republicano», claman algunos por aquí, mientras en este país, personajes como Jesús Gil y Gil ganaban elección tras elección con mayoría absoluta. Pero lo cierto es, que el cuerpo electoral que ha colocado a Trump como inquilino del 1600 de la Avenida de Pensilvania es el mismo que hace ocho años hizo presidente, manteniéndolo después durante los dos periodos presidenciales, al primer ciudadano de raza afroamericana, con la admiración y el beneplácito de todos nosotros. En realidad, personajes como Donald Trump, no son nada nuevo en el panorama político norteamericano. Desde Williams Jenning Bryan (tres veces candidato a la presidencia de los EEUU por el partido demócrata), hasta Huey Long, gobernador demócrata del Estado de Luisiana en los años treinta del pasado siglo, pasando por el Partido del Pueblo, creado a finales del siglo XIX, el político populista siempre ha estado presente y ha tenido un gran predicamento en la sociedad americana. En 1946, el escritor Robert Penn Warrem, ganó el premio Pulitzer con su novela All The King´s Men (Todos los Hombres del Rey). Este libro, una de las obras cimeras de la literatura americana, narra la vida y muerte de William Stark, personaje arquetipo del político populista sureño y que muchos creen basado en la figura del gobernador Long, antes citado. Asimismo, Hollywood también ha retratado a este personaje en múltiples películas, como la soberbia The Last Hurrah, dirigida en 1958 por John Ford y protagonizada por un inconmensurable Spencer Tracy, en la figura del alcalde de la ciudad de New England, Frank Skeffington. Por cierto, el personaje de Skeffington estaba basado en la figura de Honey Fitz Fitzgerald, político de origen irlandés, alcalde de Boston, a principios del siglo XX y abuelo materno del expresidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, el cual, utilizó la «maquinaria» política y electoral de su abuelo para conseguir su escaño en el senado por Massachusetts, que le catapultaría después a la Casa Blanca, tras derrotar, en las elecciones presidenciales de 1960, al candidato republicano Richard Nixon, por poco más de 150.000 votos de diferencia. Simplificando al máximo, podemos decir que la victoria de Trump es consecuencia de la polarización que siempre ha existido en Estados Unidos, y que se ha visto más acentuada, si cabe, por la enorme crisis económica y social que estalló en el año 2008. Todos los norteamericanos con los que he tenido ocasión de hablar, coinciden en señalar que, en contra de lo que creemos en Europa, desde un punto de vista socioeconómico, no existe un único Estados Unidos. Ciertamente, la imagen que tenemos en el viejo continente del norteamericano medio es la que nos muestran los medios de comunicación social y se centra, fundamentalmente, en los habitantes de Nueva York y de la costa oeste californiana. A grandes rasgos, este segmento de población (que se centraría en las dos costas, la atlántica y la pacífica, y englobaría Nueva York junto con toda Nueva Inglaterra en el Este y California en el Oeste) coincide con la parte más liberal, cosmopolita y acomodada de la sociedad americana, votante tradicional del partido demócrata. Por ello, pese a que Trump, curiosamente, es un neoyorkino nacido en el popular barrio de Queens, fue en este estado donde obtuvo el menor número de votos porcentuales, perdiendo claramente ante la candidata Hillary Clinton, antigua senadora por Nueva York, aunque nacida en Chicago. Frente a ellos, se encontraría el resto de la población, que habita en el Sur, y en los estados industriales del medio oeste y los Apalaches. Son estos estados, fuertemente afectados por la crisis económica y las políticas de deslocalización puestas en marcha por las sucesivas administraciones de Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama, los que han dado el triunfo a Trump pese a perder por casi tres millones de votos populares frente a la candidata demócrata. Efectivamente, la población de estados como Ohio, Pensilvania, Missouri, West Virginia o Michigan junto con la de la práctica totalidad de los estados del Sur, (tradicionalmente demócratas, hasta los años 60 del pasado siglo, en que, tras la política de derechos civiles llevada a cabo por las administraciones de Kennedy y sobre todo de Lyndon B. Johnson, se pasaron en bloque al partido republicano), fue la que con su voto inclinó la balanza de manera definitiva a favor del magnate, oyendo las promesas de éste de mantener los puestos de trabajo en territorio americano. Y junto con la tradicional polarización de la sociedad americana, el otro factor, que, a mi entender, ha facilitado dicho triunfo, ha sido el error del partido demócrata a la hora de escoger a su candidata. Hillary Clinton representa, para millones de votantes estadounidenses, la figura del político profesional, elitista, distante y defensor de los privilegios de las grandes corporaciones y de Wall Street («la casta», dirían algunos por aquí). Fue esta imagen, tan denostada por muchos estadounidenses, la que la llevó a perder, contra todo pronóstico, la nominación demócrata en 2004 frente a un desconocido y neófito senador por Illinois y la que ha hecho que sea derrotada en estas elecciones por un outsider como Trump, dejándose por el camino una gran parte del apoyo de minorías, como la latina o la afroamericana, que fueron decisivas para que Obama llegara a la Casa Blanca y que eran fieles votantes demócratas, desde el New Deal de Francis D. Roosevelt. Por ello, la clase política de nuestro país debería tomar buena nota de ello y hacer todo lo posible para acabar con la desafección de amplias capas de la población, evitando  así, que personajes como Donald Trump  puedan, en un futuro más o menos próximo, alcanzar el poder. El resto de la ciudadanía se lo agradeceríamos eternamente.