El animal divino (Trump)

OPINIÓN

05 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Permítaseme coger el título del libro de Gustavo Bueno El animal divino para enfocar el fenómeno Trump, pero sin adentrarme en la tesis acerca del origen y esencia de la religión que expone el filósofo en el texto porque su argumentación es larga y compleja y porque solo me serviré de los planteamientos de Bueno en la tangente que veo apropiada para acercarme a la cuestión que ha de ocuparme: Donald Trump.

Asegurada la religación entre los animales con los que al principio entraron en la esfera de los hombres y la consideración que para estos tuvieron aquellos como numinosos (que tienen poderes y voluntades), en el marco de su experiencia con ellos, en tanto que seres objetivos, reales, religación de la que resulta una experiencia religiosa que acabaría centrándose en un solo ser, inmaterial e inalcanzable y, por consiguiente, imposible, más alucinatorio que divino: el monoteísmo. Aunque en el período precursor del monoteísmo, el politeísmo, los dioses son representados con aspecto antropomórfico, lo mismo que el Dios de los cristianos después, el hombre no se otorgó a sí mismo el carácter de numen, o una comunidad no creyó que uno de los suyos lo fuera, es justo aquí donde Bueno intercala una excepción, la de que cuando a un hombre se le confiere el atributo de numinoso lo es como animal, no como hombre. Y es esta línea tangente a la filosofía materialista de Gustavo Bueno la que aprovecharé para dar cuenta del fenómeno Trump, y aun despegando la línea si es necesario para formar relieves que no dejen lugar a dudas de quién es y qué representa el flamante titular de la Casa Blanca.

Para entrar de lleno, des-nudo primero a los seguidores de Trump. Si este dijera que la capital de Japón no es Tokio, sus prosélitos le creerían porque Trump es el líder espiritual de una secta que, por ser multitud, bien podría elevarse al rango de religión. Una religión que, no obstante, no es nueva. Nació en la Inglaterra de Enrique VIII y se hizo adolescente en la Europa de Lutero. Emigró luego a las trece colonias norteamericanas que se independizaron de Londres y se hizo adulta tras la Segunda Guerra Mundial. No debe escaparse a ningún sensato que los mandamientos de este credo son el dólar, el (conveniente) puritanismo, la repugnancia por el ajeno (etnia, piel, extranjero, confesión, menesteroso), el patriarcado, la pistola y el convencimiento de que es el pueblo elegido.

Quizá se me objete que el ejemplo de Tokio es exagerado; sin embargo, interroguémonos por qué millones y millones de electores aceptaron obedientes la palabra dada por su mesías: «disparo» contra la gente en la Quinta Avenida y me «votarán igual»; las mujeres son unas «cerdas», unas «putas». Y, en efecto, omitiendo el cariz arrogante y repugnante de su palabra, lo votaron. Pero ante este inquietante comportamiento parece claro que hay algo más, y ese algo es el retorno del ciclo totalitario. El populismo arraiga cuando la superstición, la incultura, los miedos infundidos e infundados y el individualismo ruin y mercantil aúnan a las personas formando masas. Todo rebaño de cabras implora por ser dirigida por un cabrón, se podría sentenciar. El ultranacionalismo no deja de palpitar bajo la piel, y cuando las condiciones le son favorables (guerras en Oriente Medio, crisis financiera de 2008, militarismo expansivo de Putin, teracapitalismo), resurge sin esperarlo, rugiendo. Europa ya estaba arando el campo. Trump es el icono mediático del nuevo orden que, singularmente, es un des-orden, un puñetazo en la boca del estómago del Mundo.

Tampoco debería resultar sorprendente la normalidad que parece haber por la inclinación del plano de la razón a causa de todo lo antedicho y, muy particularmente, de los decretos bizarros de este presidente: nombramientos de ultras en política, economía, medio ambiente, Tribunal Supremo; restauración de la tortura; intimidación a la Prensa y a los sectores progresistas de la cultura y de las libertades civiles, y el cierre de fronteras a los musulmanes, pretextando amparar al país del terrorismo. La mentira, cuanto más mentirosa, más verdad es. Es la realidad paralela, la postverdad, de un alcance global por las tecnologías de la (des)información: los tuits de Trump, retuiteados a su vez millones de veces, son misiles balísticos de esta verdad viral que, en solo dos semanas, está fundiendo la corteza terrestre a través de la previamente fundida corteza cerebral. La verdad a secas, la de toda la vida, es que los terroristas más conspicuos de EEUU son sus propios ciudadanos blancos, con sus matanzas en los centros comerciales, en las calles, en los campus y hasta en las escuelas, y la policía abatiendo a los negros. No obstante, repitiendo y repitiendo que los terroristas están exclusivamente al otro de los mares, los pistoleros estadounidenses son despojados del atributo terror. Aquí también entra en escena otra esquina de la mentira, la que la convierte en «instrumento de conservación» (Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, libro 5). De conservación del statu quo, y para exorcizar los temores atávicos y los modernos. «La mentira es poco exigente», sentenció con atino Proust, porque lo que hay no se dice.

Donald Trump es espejeante de la retención de ese statu quo y ahuyentador de terrores sofísticos altamente funcionales para que lo que hay y no se dice se haga. Lo es con un lenguaje directo de oraciones cortas y sencillas que van a contracorriente de las más elementales de las consideraciones por quienes no forman parte de la comunidad espiritual que él encarna, pero que quedaría reducido a la nada si no fuera por el fervor cómplice de esa comunidad de intereses, que eluden mantener a raya los deseos seculares para abrazar la nueva (y siempre vieja) fe.

«El mundo tiene problemas, pero yo voy a arreglarlo, ¿ok?». Esta frase, pronunciada por Trump el pasado miércoles, delimita sin error qué es un autócrata, o la superposición de poder omnímodo, narcisismo psicótico, matonismo a cara de perro y creencia ciega en su sacra misión universal. Por la posición geopolítica de su país, Donald Trump es el autócrata principal entre los autócratas. Porque ya estamos en la era de la autocracia: Putin en Rusia, Xi Jinping en China, Erdogan en Turquía, Orbán en Hungría, Klaus Iohannis en Rumanía, Beata Szydto en Polonia o el confeso asesino en serie de Filipinas, el presidente Rodrigo Duterte.  

Habré de concluir retomando y rematando el concepto de animal divino propuesto por Gustavo Bueno que yo estoy usando un tanto libremente para adaptarlo al fenómeno Trump. Una comunidad está capacitada, a partir de su experiencia sociocultural, para autorregularse, para darse reglas de convivencia y convertir a uno de los suyos en un guía que concite en su persona las ideas-columna sobre las que asentar reposa el ordenamiento que más les conviene en un momento histórico. Ese guía, entonces, es dotado realmente de unas cualidades sobrehumanas, es decir, espirituales. Lo despojan de su vestimenta habitual y lo revisten con la cabeza y la piel de lobo, coyote, bisonte u oso, cajeando así al hombre por un hechicero con las características de un animal divino y, con ello, le conceden todo el poder, que nunca es discutido, que siempre es ponderado, alabado incluso porque se avala un modelo, el mercantilismo religioso-moralizante de proyección universal; modelo que, además, es presentado como verdad santa, no contradistinta a la que impulsó las Cruzadas en el Medievo o al yihadismo de hoy. No se debe confundir esta contemplación de Trump como una representación mundana de la divinidad celeste, tal y como lo hacían los egipcios antiguos o el Rey Sol. La contemplación que propongo es la de un animal divino que proyecta amparo y revitaliza en la jauría que son sus acólitos el sueño americano en su vertiente más fundamentalista, la que convierte al hombre seleccionado (Trump) en un animal monstruoso, el más indicado para, a las primeras de cambio, agarrar él mismo y lanzar las bombas termonucleares (las auténticas armas de destrucción masiva), terminando de una vez por todas de alimentar su mitomanía.