El imperio del necio

OPINIÓN

21 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Probablemente la mayor virtud de Donald Trump es que logra asombrar todos los días a un mundo que hace tiempo que parecía inmune a la sorpresa. Eso provocó el fin de las vanguardias artísticas: la provocación, incluso la novedad, parecía imposible en el siglo XXI. Como mucho, podía lograrse un breve impacto, una efímera conmoción, que, en el caso del arte, pronto se reducía a la entrada de nuevos objetos en el mercado. Para felicidad de los periodistas que tanto denuesta, el presidente norteamericano consigue llamar la atención y provocar inquietud todos los días.

La referencia al inexistente atentado en Suecia habrá servido para convencer a los escasos defensores que tenía fuera de su país de que carece de las mínimas cualidades para ser presidente no ya de EEUU, sino de una comunidad de vecinos. No es un solo problema de falta de inteligencia, siempre difícil de medir y nunca idéntica en todas las personas, lo peor es esa estúpida vanidad, bastante frecuente, pero que él lleva al extremo, que le permite opinar y decidir desde la máxima ignorancia. No es esta última una cualidad rara entre los gobernantes, más bien es difícil encontrarlos cultos y bien informados, tanto en el presente como en la historia. Generalmente, los buenos no lo fueron tanto por sus atributos intelectuales, sino porque supieron dejarse asesorar por personas capaces y utilizaron la prudencia antes de tomar decisiones o pronunciarse en público. El engreído es peligroso incluso cuando posee una inteligencia superior a la normal y suele acabar siendo destructivo también para sí mismo. Fue lo que le sucedió a Napoleón. Cuando la vanidad carece de fundamento se cae de inmediato en el ridículo, casi siempre letal. Lo terrible es que el señor Trump parece inmune a sus efectos, probablemente ni se da cuenta, tiene cuatro años de mandato por delante, con un poder inmenso, y no es fácil ni que se corrija ni que sus desatinos sean suficientes para que unos votantes que ya lo conocían gracias a un reality televisivo, buen indicio de que también carecen de prudencia y de sentido del ridículo, o los tampoco muy dotados congresistas republicanos lleguen a forzar su cese.

No hay más que escucharlo para comprender que ha leído muy poco a lo largo de su vida, pero en la campaña puso de manifiesto también que es un vago, que no se toma la molestia de suplir su ignorancia con la lectura de informes o de la prensa diaria. Probablemente el término castellano que mejor lo defina sea el de necio, al menos en dos de sus acepciones según el DRAE: «Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber» y «terco y porfiado en lo que hace o dice». Quizá no tanto en la otra: «falto de inteligencia o de razón». Me temo que, como a aquel discreto, pero maligno, Cheney, que asesoraba a Bush hijo, no carecerá de inteligencia para utilizar el cargo en su provecho y el de sus familiares y amigos.

Que un necio tan manifiesto haya llegado a la presidencia puede servir para que la mayoría de los norteamericanos, que ya no había votado por él, desacralice de forma definitiva la institución, siempre es positivo el descreimiento, pero augura una mala época para el mundo. No estará, en el peor de los casos, más de ocho años en el poder, es de esperar que no supere los cuatro, pero, si multiplica la deuda de su ya empeñado país, provoca una nueva recesión o desata conflictos de gravedad, será el conjunto de la humanidad quien sufra las consecuencias y sus sucesores en el cargo los que tengan que afrontar la tarea de resolver el desaguisado.

Apenas ha pasado un mes desde su toma de posesión y ya se están esfumando las esperanzas de que el establishment y el congreso sean capaces de encauzarlo, de reducirlo a un bocazas que, finalmente, se movería dentro de parámetros asumibles. Todavía es pronto, pero que se confíe en que un extremista como Pence sea quien ponga sensatez en su administración es un buen síntoma de lo mal que van las cosas.

Es razonable que Europa haya reaccionado con prudencia a sus primeras provocaciones, pero pronto habrá que establecer un límite y mostrarle que la prudencia no es sinónimo de sumisión. Siempre fue necesaria una Europa fuerte y unida, ahora lo es más que nunca.