El póker de la Generalitat y el Estado

OPINIÓN

02 mar 2017 . Actualizado a las 08:28 h.

El debate sobre la secesión catalana -que ya es cansino, pedestre, falsario, estúpido, bizantino y desleal- camina a pasos de gigante hacia una payasada de mal gusto, con el riesgo de que su insoportable levedad contamine por igual a los independentistas que montaron el circo y a las instituciones y ciudadanos leales que colaboramos en un rifirrafe dialéctico que embarra y hace impracticables todos los caminos. Y por eso se entiende que lo que muchos hemos definido como el más grave problema de la España actual sea percibido por los ciudadanos como una regueifa de titiriteros, y que, lejos de esperar una solución razonable, nos limitemos a pedir, con espíritu cuaresmal, que «pase de mí este cáliz». 

Para entender por qué hemos llegado hasta aquí hay que mencionar tres actitudes tan arraigadas como equivocadas. La de los intelectuales y políticos que creen que, para mantenerse en el progresismo guay y cosmopolita, se puede adorar cualquier quimera histórica, y darle entidad a cualquier proclama decimonónica, antes de admitir que las palabras España y Estado tienen algún sentido. La de los gobernantes, jueces y legisladores -los tres poderes del Estado- que, contaminados por esa verborrea progresista, son incapaces de tratar esta chuminada nacional con la misma naturalidad y eficacia con la que se inmoviliza a un conductor kamikaze. Y la de los políticos de la fragmentada y debilitada oposición, que, convencidos de que la sangre no va a llegar al río, y de que este jaleo indecente solo desgasta al Gobierno, contemporizan con el disparatado discurso de la plurinacionalidad para alimentarse a hurtadillas con los desgarros del conflicto.

De esta manera se entiende que el sistema judicial, incapaz de tratar la prevaricación de los nacionalistas como la prevaricación de cualquier español, y de juzgar la sedición de las instituciones gobernadas por nacionalistas como lo haría con una sedición militar o civil protagonizada por riojanos o extremeños, haya aceptado el póker propuesto por Mas y Homs, y que, en vez de juzgarlos directamente por transgredir la ley a sabiendas, y con el agravante de ser la autoridad encargada de hacerla cumplir, se haya metido en el berenjenal de la desobediencia -arteramente interpuesta- a una providencia gaseosa del Constitucional, de la que Mas, Homs y Forcadell, hábiles tahúres, se ríen a carcajadas. Por eso me temo que el riesgo de hacer un papelón -ahora o después- acecha más al Estado que a la Generalitat, y que, en vez de acongojar a los que han convertido su deslealtad a la Constitución y al Estado en una falsa rebelión popular y en una astracanada política de nivel internacional, acongoje a los que han fiado toda la estrategia de la unidad y del orden social a unos jueces que se perfuman a diario con gotas de populismo y esencia de posverdad.