Ed

12 mar 2017 . Actualizado a las 11:39 h.

La noche del pasado martes la libertad se quedó a oscuras. No es un hecho figurado, en realidad fue así. Las luces de la Estatua de la Libertad de Nueva York se apagaron repentinamente. Algunos quisieron ver ahí una señal, el anuncio de una nueva era de oscuridad y opresión todo porque un tonto ganó unas elecciones, como si fuera la primera vez-. Otros pensaron que era a propósito, un gesto de solidaridad con la huelga de mujeres que había convocada para la jornada siguiente con motivo del Día de la Mujer Trabajadora. La cosa era más simple: las luces las habían apagado unos currantes de mantenimiento para cambiar el sistema de iluminación, que quedó dañado hace años por el paso del huracán Sandy. O sea, que lo que parecía una metáfora era más bien una chapucilla. Pasa muchas veces.

Es normal que a lo que le ocurra a una estatua se le saque punta y se vean metáforas en todo. Para eso son los monumentos, para encarnar ideas. A la libertad, en concreto, se la representa como una chica joven y valiente que carga con una antorcha ardiente, empuña un fusil u ondea una bandera raída. Es así, bandera al viento, como aparece en la que quizá sea su primera representación moderna, el cuadro de Delacroix La libertad guiando al pueblo, en el que la muchacha enseña carne y va descalza pisando entre los cuerpos de los mártires, que le sirven de pedestal.

Fue en esa imagen en la que se inspiró el escultor Bartholdi para esculpir su Estatua de la Libertad, pero, para entonces, ya aparecía decentemente vestida y sosteniendo en una mano una Tabla de la Ley, porque las cosas habían cambiado mucho en esos años. Y cuando, mucho más tarde, los estudiantes chinos de las protestas de la plaza de Tiananmen se inspiraron en la obra de Bartholdi para erigir su Diosa de la Libertad, añadieron el detalle de que sostuviese la antorcha con las dos manos, por miedo a que se la quitasen.

Así fue. La Diosa de la Libertad de Tiananmen duró solo cinco días en la plaza antes de que un blindado la hiciese caer de bruces y reventar en pedazos. También hubo un tiempo en que el cuadro de Delacroix pasó a decorar el envés del billete de cien francos. Y la Estatua de la Libertad hubo que cerrarla al público por una larga temporada por temor a atentados terroristas. Todas estas cosas también se prestan a la metáfora. Es verdad: la libertad es frágil, a veces tiene precio y está constantemente amenazada.

A veces creo que es la iconografía la que está mal. A Delacroix le pasaba como a todos los artistas románticos: que confundía la libertad con la chica que le gustaba a él. Quizás lo que pasa es que la libertad no es una joven atrevida y heroica sino más bien una señora de mediana edad y de clase media. Por eso las revoluciones violentas la espantan y las crisis económicas la ahuyentan.

Pero toda metáfora es como una moneda, tiene dos caras. Porque también es cierto que, cuando trasladaron la Estatua de la Libertad de Francia a América, sobrevivió a una tormenta apocalíptica que estuvo a punto de enviar al fondo del mar la fragata que la transportaba en piezas.

Y también es cierto que, cuando unos saboteadores alemanes volaron en 1916 el depósito de municiones que había al lado de la estatua -fue una de las mayores explosiones de la historia-, tan solo sufrió daños en el brazo que sostiene la antorcha, pero la antorcha no cayó. La libertad es una señora de mediana edad, pero resiste. Todavía ahora se estrellan sobre la imagen de la libertad una media de seiscientos rayos cada año sin hacerle nada.