19 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Decía Hegel que la guerra es un «perpetuo devenir». La violencia también. La violencia está en nuestra médula y está perpetuamente activa. Es sagrada. Inviolable. Y respetada hasta por los antiviolentos, convencidos de que han depurado su tuétano cuando la convicción es solo la suprema fe en lo fantástico. Un creyente lo es por convicción. Y causas escatológicas han hecho del pueblo judío la diana de las dianas de la violencia universal. Como niños, desde el tiempo más allá del tiempo, los adultos nos han pasado el mensaje de que ese pueblo es el origen de todo mal. Los niños creen en los adultos, y esta idea se ha inscrito en el código genético.

El viernes se juega (¿es un juego?) en Gijón un partido de fútbol entre las selecciones española e israelí y personas y colectivos que apoyan a los palestinos van a distribuir tarjetas rojas entre el público que irá a El Molinón para que las saque, las muestra, al equipo judío. Los judíos subyugan al pueblo palestino. La protesta no parece descabellada: defensa del débil. Pero es descabellada.

Indignarse, manifestarse contra lo que se pondera injusto es una de las pocas opciones que el Poder todavía, y no con pocas restricciones, permite a la gente corriente. Bien. Pero hacerlo en un recinto cerrado donde el espectador suele mudar en bestia al amparo de unos colores, de una bandera, de una ideología de lo absoluto, de una actitud de odio hacia el opuesto, es, no ya un dislate, sino una exaltación de la violencia.

Censurar al Gobierno de Benjamín Netanyahu por la ocupación de tierras que la propia ONU, y hasta el Tribunal Supremo israelí, consideran palestinas es apropiado. Hay muchos israelíes que, en consonancia con las ideas del asesinado Isaac Rabin, repudian a su actual primer ministro por la política de ocupación. Yigal Amir, un fanático judío, asesinó a Rabin en 1995 por querer la paz en Oriente Próximo, paz que no desea Netanyahu.

Las tarjetas rojas no diferenciarán a los extremistas de los millones de ciudadanos de Israel que luchan porque haya dos Estados. En un partido de fútbol, apilada la gente, convertida en masa, esta se comportará como individuo-masa, donde cada individuo se cercena para ser únicamente parte del conjunto, un conglomerado vivo y pasional que está seguro de su credo, pero que es un credo que proviene del instinto de conjunto, de pertenencia, de alejamiento del yo que se teme en sí y a sí mismo y, así, se camufla en la masa protectora.

La cuestión, entonces, a partir del momento en el que el uno se apoya en los muchos y estos en cada uno, es que la Modernidad sigue bajo el magnetismo de la violencia: somos la nueva generación de guerreros; no somos sino capas de cemento armado que nos van construyendo a lo largo de la vida y que emparedan prejuicios estultos que se pasan de una generación a otra, dadora de una psicología colectiva a nativitate y plus ultra de la verdad, como el estereotipo de la avaricia del judío, ante lo que cabe preguntarse, ¿son judíos la familia de los Masaveu, la de los Botín, o los sujetos Francisco González, Rodrigo Rato, o sabe Pérez Simón si su segundo apellido le viene de capricho o de sangre? ¿Cuántos millones de judíos pagaron con sus vidas o se las hundieron por un pecado que no es propio de ellos sino de todos los hombres de tal condición? La Historia tiene más de mito de lo que parece.

En EEUU, también en Canadá, tal vez en otros lugares de los que no me han llegado noticias, pero sobremanera en EEUU, se están dando casos de intimidación a los israelíes y de profanación de sus cementerios. Estos casos, numerosos, comenzaron cuando el fascista Donald Trump se hizo con la Casa Blanca. La palabra de contenido exiguo y pronunciada en tono alto, agresivo, autoritario y determinante, la palabra que asevera ser resolutiva y carga contra los distintos, es la palabra que crea y lidera a la masa, que se enardece y se vuelve inquisitorial: la hoguera. Un campo de fútbol es terreno idóneo para crear masa, y sus líderes, en la cuestión que ocupa a este artículo, pese a no desearlo, pese a no ser quizá conscientes, son los que piden que se enarbolen las tarjetas rojas.