Ramón

Luis Ferrer i Balsebre
Luis Ferrer i Balsebre EL TONEL DE DIÓGENES

OPINIÓN

28 may 2017 . Actualizado a las 10:15 h.

Ramón nació en plena guerra civil, creció amamantado por todo tipo de carencias que sus padres paliaban como podían y aprendió a respetarlos a ellos y a la gente mayor. Tuvo televisión en blanco y negro y miraba hipnotizado girar el tambor de la primera lavadora que entró en su casa con un respeto sacramental. Heredó la ropa y los libros de sus hermanos y jamás tuvo un móvil, una tableta o un ordenador, ni siquiera tuvo coche. 

Ayudaba a su familia en las tareas del campo sin pensar que estuviera siendo explotado ni considerar la opción de llamar a un teléfono delator de esclavitudes. Respetaba siempre el horario de levantar el día, almorzar y acostarse. No recibía premios por aprobar en la escuela porque le habían enseñado que la obligación no se compra y que si la incumplía, le caerían dos collejas que jamás interpretó como violencia doméstica. Es verdad, en su vida reinaba más la disciplina que la permisividad, perteneció a una época que educaba a los niños en el orden, el respeto, la atención, la disciplina, la bondad y el cariño contenido.

Ramón era de la generación del pedir permiso, del por favor, del gracias y sobre todo del respeto. Un mundo raro en el que los caballeros cedían el paso y el asiento a las damas, los mutilados tenían privilegios, los ancianos eran tótems sagrados que olían a pis de gato y los enfermos, una lección para entender lo que es la compasión.

Ramón quería tanto como respetaba a su mujer, que -al final del camino- se perdió en un laberinto de alzhéimer, y cuidarla era toda su ocupación, cuidarla con el celo con que se cuidan las cosas importantes que no tienen repuesto.

Ramón cometió el error de cruzar por un paso de cebra en un mundo que ya no existe. No pudo dejar de recriminar a bastonazos la falta de valores y de respeto a un chavalote descomunal con bíceps atiborrados de suplementos proteicos y tatuajes desacertados, que casi se lo lleva puesto volando a lomos de su coche y de una amiga prostituta.

Su osadía le valió una hostia a capela del hooligan que, sin mediar palabra, lo dejó seco en medio de un absurdo y dramático Abbey Road de Torrejón de Ardoz.

Es lo que hay; no contaba con la posibilidad de que el respeto a la autoridad de sus canas y su fragilidad octogenaria no supondrían límite alguno para un gorila que no puede permitir que nadie le tosa delante de su chica.

Faltaría más.