La ruleta catalana

OPINIÓN

30 may 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Confieso que hasta hace poco tiempo creía que el proceso independentista catalán era un juego político no demasiado peligroso, al menos en el corto plazo. No porque considerase que la mayoría nacionalista en elecciones y encuestas sea un problema menor, tampoco porque no fuese consciente de que el enconamiento derivado de años de falta de diálogo y de continuos desplantes e insultos solo puede conducir a una situación irreversible, sino debido al convencimiento de que el radicalismo de Convergencia, hoy PDCat, era sobre todo táctico.

Probablemente el deseo de librarse de los negativos efectos de la crisis económica y de las consecuencias de su mala gestión en el gobierno estuvo en el origen del giro de la derecha catalana hacia el independentismo, pero la extraña reacción del PP, entre displicente y agresiva, y la falta de respuestas políticas han trasformado el juego en una especie de ruleta rusa. A pesar del grave riesgo, todo el mundo hace trampas, pero eso no evita que el disparo pueda resultar mortal.

Si algo enseñan tanto la historia como la propia experiencia es que nunca hay que creer todo lo que dicen los periódicos, no solo porque puedan manipular la información, que también sucede, sino porque con frecuencia se les filtran las noticias de manera interesada y si alguien genera justificada desconfianza son los gobiernos y los políticos que las fabrican. No es fácil saber, por tanto, qué hay de cierto en el proyecto de declaración unilateral de independencia de Cataluña por un parlamento en el que sus partidarios poseen la mayoría absoluta de diputados, pero son conscientes de que no lograron la de los votantes en unas elecciones que plantearon como plebiscitarias. Tampoco si es verdad que considerarían suficiente para declararla tras un referéndum que la respaldase la mayoría de los concurrentes, aunque fuese por escaso margen y no supusiese la mayoría del censo. Es cierto que no ha habido ningún desmentido rotundo desde las filas independentistas, lo que podría considerarse una confirmación de veracidad, pero ambas cosas suponen un dislate que deslegitimaría su alternativa política y cuestionaría su campaña en favor de la democracia y el derecho a decidir.

No solo ellos hacen trampas. Las democracias modernas parten del principio de que todas las ideas pueden ser defendidas, aunque tampoco es excepcional que decidan excluir algunas, pero no todas pueden llevarse a la práctica. Cánovas propuso la manipulación electoral como la forma más efectiva de que, con el sufragio universal, se impidiese la llegada al poder de los socialistas; durante la guerra fría se impuso el golpe de estado, el terrorismo de estado o incluso la invasión militar como remedio para victorias electorales no solo de los comunistas, sino también de socialistas o nacionalistas demasiado radicales para los intereses de las grandes potencias o las multinacionales. Tsipras fue el primer comunista que llegó al poder gracias a unas elecciones en Europa occidental y logró formar gobierno, pero Grecia era ya más una autonomía dentro de la Unión Europea que un verdadero estado independiente, por eso su gestión no ha tenido mucho que ver con su ideología. En España se puede ser nacionalista e independentista y ganar unas elecciones, pero no aplicar esa parte del programa. Es un problema que me pareció evidente ya en 1978, atenuado entonces por el deseo generalizado de consolidar una democracia, pero que podría plantearse con el transcurso de los años.

Si la voluntad de independizarse no es claramente mayoritaria entre la población los conflictos que pueda generar el nacionalismo son sorteables, pero ¿qué sucede si lo desea y lo apoya en las urnas un 60% o más de la ciudadanía? Afirmar que la soberanía es de toda la nación y que la nación es España resuelve poco. No hay más que mirar a la historia de los siglos XIX y XX para comprobar que muy pocas naciones se independizaron con el acuerdo del estado al que previamente pertenecían. La democracia y el estado de derecho tampoco son argumentos suficientes. Cuando Irlanda se separa del Reino Unido este era ya una democracia y se habían acabado hacía años las discriminaciones políticas y religiosas hacia los irlandeses. En el fondo, la única forma de evitar una secesión es la persuasión. También se puede recurrir a la violencia, pero la historia muestra que no ofrece soluciones duraderas y que sus efectos suelen ser muy negativos para todos.

Discutir si Cataluña es o no una nación sirve para poco, que haya sido o no un estado plenamente independiente en el pasado es irrelevante, como prueba que los mismos que consideran ese argumento decisivo para ella no lo tengan en cuenta en sus posiciones políticas sobre Ucrania, Letonia o Bielorrusia.

Es algo que irrita a los nacionalistas, pero, aunque sepamos que existen y que son decisivas en la historia de los últimos siglos de la humanidad, no resulta fácil ni definir ni identificar a las naciones. Como afirmaba Hobsbawm: «La mayor parte de esta literatura [sobre las naciones y los nacionalismos] ha girado en tomo a este interrogante: ¿Qué es una nación (o la nación)? Porque la característica principal de esta forma de clasificar a los grupos de seres humanos es que, a pesar de que los que pertenecen a ella dicen que en cierto modo es básica y fundamental para la existencia social de sus miembros, o incluso para su identificación individual, no es posible descubrir ningún criterio satisfactorio que permita decidir cuál de las numerosas colectividades humanas debería etiquetarse de esta manera. [...] No hay forma de decirle al observador cómo se distingue una nación de otras entidades a priori, del mismo modo que podemos decirle cómo se reconoce un pájaro o cómo se distingue un ratón de un lagarto». La respuesta clásica de Renan es bastante acertada, aunque poco tranquilizadora para los que buscan certezas: «Una nación es pues una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y los sacrificios que todavía se está dispuesto a hacer. Supone un pasado; se resume no obstante en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida en común. La existencia de una nación es un plebiscito de todos los días, del mismo modo que la existencia del individuo es una perpetua afirmación de vida».

No puedo explicar ahora por qué una colectividad humana llega a considerarse nación, tampoco podía responder bien, con el tiempo tasado, Pedro Sánchez a la jaleada pregunta trampa de Patxi López, pero si la mayoría de los catalanes, los vascos o los gallegos sienten que lo son da igual lo que digan las leyes, incluso la de mayor rango, y lo razonable sería adaptarlas a la realidad. No creo que todavía sea imposible lograr la convivencia en un marco auténticamente federal, pero para ello todos deberían dejar de hacer trampas y mal populismo, tanto los que usan a Cataluña para conseguir votos en Castilla, Extremadura o Andalucía, como los que desde la primera utilizan a esas comunidades para crear agravios y captarlos en ella.