Culturalmente correctos

OPINIÓN

05 jul 2017 . Actualizado a las 20:20 h.

Vivimos tiempos extraños. Nunca antes habíamos tenido un acceso a la cultura como el que tenemos hoy, pero eso no quita para que algunos crean que hay culturas estancas, que no se salpican ni contaminan de ninguna manera, y que eso es de alguna forma muy positivo. Incluso en el caso de que eso fuera así, algunos posmodernos se desvivirían por mantener esa pureza como algo digno de preservar. Por supuesto, es una idea antinatural, monstruosa, obscena, racista y clasista. Resulta difícil de creer que alguien en pleno siglo XXI no esté debidamente «contaminado» por la cultura de otros precisamente ahora, cuando más conectados estamos con cualquier lugar del planeta.

En otros tiempos, la cultura popular era aquella que producían las clases bajas de la sociedad, y la alta cultura la de las élites. La llegada de los medios de comunicación masivos hace mucho que tumbó esas barreras, y como cantaban Siniestro Total, la cultura popular y los medios de masas hacen que Beethoven sea fácil de silbar. Las clases populares siguen produciendo cultura propia y las clases cultivadas música culta, sea lo que sea eso, pero hoy, ambas pueden llegar rápidamente al peor barrio de Sevilla o al barrio de Salamanca en Madrid. Aunque no debe ser frecuente que un fan de Melendi entre en Spotify para escuchar a Beethoven, lo cierto es que no hay nada que se lo impida salvo la machacona mediocridad de presuntos defensores de lo popular y su voluntad.

El cine o los cómics están repletos de influencias que vienen directamente de la alta cultura. Un género literario tradicionalmente popular como la novela policiaca puede contener citas de Virgilio, y hay músicos de heavy metal que perpetran versiones de Bach. Incluso hay bandas de bluegrass, la música genuinamente popular que nació en los Apalaches entre ingleses, irlandeses y escoceses y que posteriormente recogió influencias del jazz y del blues, que hacen lo propio con Mozart. Las barreras se han roto culturalmente, para bien o para mal.

Hay a quienes no les gusta esto. Hay quien prefiere culturas estancas. Hay quien supone que por el hecho de haber nacido pobre e incluso por haber nacido en un lugar, te tiene que gustar una cosa determinada, o dicho de otra forma, los hay que prefieren que nadie atraviese las barreras  esgrimiendo una suerte de determinismo cultural inconsciente que pretende dictar qué es lo que debes escuchar. Es lógico que quien tiene algún tipo de aspiración política totalizadora pretenda decidir qué debes escuchar, leer o mirar, pues ser libre está sobrevalorado: para ti, que eres pobre, ya te organizamos un festival de música popular desde las altas instituciones del Estado. Desde el Partido.

El etnomusicólogo norteamericano Alan Lomax, fallecido en 2002, sabía esto muy bien. Pasó buena parte de su vida recorriendo el mundo con el objetivo de grabar allá donde fuera la música popular representativa del lugar. En su país, Lomax grabó a músicos inmensos como Muddy Waters o Woody Guthrie cuando nadie les conocía. En su búsqueda incansable y algo quijotesca, el texano vino a España. Una de las zonas donde grabó nada menos que 101 piezas fue Asturias, en noviembre de 1952. Este tesoro impagable está colgado en la Red de Museos Etnológicos de Asturias, y fue editado hace algún tiempo gracias al Muséu del Pueblu d’Asturies y el Alan Lomax Archive de Nueva York en una impagable edición con un libro de 172 páginas y dos discos.

En 1952, gobernaba este país quien lo gobernaba. Alan Lomax se quejó que todo lo que acudía a grabar en nuestro país estaba demasiado preparado, un coro de boy scouts, algo así como el flamenco para turistas de algunos tablaos, lo que no fue obstáculo para que realizara un inmenso trabajo. Pero eso estuvo ahí: el régimen intentó venderle la moto al pobre Alan Lomax porque el fascismo es así, desagradecido y mezquino.

De 1933 a 1944 se estrenaron en Alemania 164 óperas de las que hoy nadie se acuerda, pero que fueron fuertemente subvencionadas y apoyadas por el III Reich. Adelantándose a nuestros detractores de la apropiación cultural, tan posmodernos y tan huecos, el régimen nazi aisló y persiguió a otras músicas como el jazz, y persiguió o anuló a sus compositores e intérpretes, en busca de una música genuinamente germana ajena a modas e influencias. Pero hasta ahí fracasaron, pues en muchas ocasiones no les quedó otra que germanizar la música swing o el jazz cambiándoles la letra a conocidas canciones populares norteamericanas, populares de verdad. El «Saint Louis Blues» de W. C. Handy tuvo su versión destinada al ejército alemán debidamente germanizada.

Es por esto por lo que desconfío profundamente de quienes se atribuyen sin humildad alguna la representación de lo popular, de quienes desde la ambición política pretenden enseñarnos qué escuchan los pobres o los ricos o los negros y los blancos, de quienes deciden qué debemos escuchar o componer sin caer en la degeneración artística, en la contaminación por otras culturas, en lo que no nos corresponde. Como europeo blanco hace muchos años que me dejé degenerar por Muddy Waters o John Fogerty, y de vez en cuando entro en Spotify, donde no existen esas sucias barreras asfixiantes, y me dejo contaminar por el blues, el flamenco o la ópera. Sin moverme de mi clase social. Sin barreras. Sin tu permiso.