Un buen entierro también es cultura

OPINIÓN

JAVIER SORIANO | AFP

21 ago 2017 . Actualizado a las 08:28 h.

El 80 % de los europeos que viven entre los Urales y Finisterre -ochocientos millones- serán enterrados o incinerados después de una ceremonia religiosa -católica, anglicana, ortodoxa, protestante, judía, musulmana- siguiendo costumbres inveteradas. Y cumplirán ese rito en pequeñas iglesias o en impresionantes templos que la fe convirtió en referencia de nuestras ciudades y, cuando las campanas repican, en casa de alegría, o, cuando las campanas despiden -«dies illa, dies irae»-, en paño de tristeza.

La excepción serán -cada día más- los muertos en atentados o catástrofes colectivas, que, gestionados por autoridades formalmente laicas, serán despedidos en simplonas ceremonias, a medio camino entre los viejos funerales y el culto revenido a la memoria efímera, celebradas en improvisados altares de velitas, pósits, flores y peluches, sobre un pavimento incautado a una terraza de bar. Es lo que le pasó a los muertos de las Ramblas, que, tras entregar su vida a tres manzanas de la maravillosa basílica de Santa María del Pi, y a poca distancia de Santa María del Mar, tuvieron que cambiar las puertas del descanso eterno por una descafeinada visión de la otra vida que, por estar entre creo y no creo, en vez de llamarse cielo, o tierra, se llama ahora «donde quiera que estés». Cuatro días después, la celebración en la Sagrada Familia permitió ver de dónde venimos y hacia dónde vamos. Y lo mucho que nos habría ayudado que los grandes templos de Barcelona se convirtieran, desde el primer minuto, en acogedores lloraderos para todos los públicos.

No se trata de que todos crean o sientan como yo. Lo que no me parece bien es que entre las dos opciones que parió la humanidad -la que dice que después de muertos tenemos otra vida, y la que dice que una vez muertos solo somos material reciclable-, la cobarde sociedad de hoy haya escogido -¡como en todo!- la mediocridad, la que no quiere tratar la muerte como nuestros padres, pero tampoco se atreve a decir que todo se acabó. Y de ahí sale la conclusión de que, en vez de dejar de rezar y punto -porque rezar ya no se lleva-, debemos confiar la memoria a ositos, velitas y pósits, y convertir nuestros muertos en estrellas del firmamento -así se le dice a los niños- que van a lucir hasta que se agote el gas. ¡Vaya plan!

Por eso, a modo de testamento vital, quiero advertir a todos mis congéneres que, si me despanzurra una furgoneta, no me pongan velitas, ni flores en la acera, ni pósits. Que nadie me honre por puro compromiso. Y, sobre todo, que nadie diga, pensando en mí, «donde quiera que esté». Porque para mí no hay más que dos alternativas: entrar en el cielo por la puerta de una iglesia, o ser materia orgánica -calcio, hierro, fósforo- destinada a estercolar el cementerio de Forcarei. Las soluciones intermedias, queridos congéneres, no me interesan.