Empeoras tu trabajo si abusas del de otra gente

OPINIÓN

28 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Casi me atropella el otro día un señor a la entrada de un súper -da lo mismo cuál, de los baratos-. Él estaba haciendo una salida triunfante después de haber montado un pequeño número y no la quiso chafar al final preocupándose «como un pringao» a ver si se chocaba con alguien. Vamos que me emburrió. Sólo alcancé a fijarme luego en un trasero petulante camino del parking.

No supe exactamente la razón del pollo. Parecía el típico que alguien arma cuando descubre que las cajeras no van equipadas con velocidad supersónica ni gachetobrazos. Una bronca «normal» para no quedar «como un idiota» delante de probablemente nadie que no tenga más que hacer que fijarse en ti. Me hizo pensar en la frecuencia con que volcamos nuestra ira sobre quien nos atiende; gente que no puede sugerirnos con la misma amabilidad dónde ir a pasar las vacaciones.

En algún momento nos creímos más de la cuenta eso de «Yo lo valgo» y «El cliente siempre tiene razón». Pues no es cierto. No tenemos siempre la razón en nuestro espacio cuanto menos en uno ajeno. Y desde luego en ningún espacio ni contexto valemos más que nadie.

Cuando te comportas como no harías si la otra persona pudiera defenderse y no estuviera trabajando, estás cometiendo un abuso. El mercado brinda esa posibilidad no porque sea justo ni porque quiera agasajarnos con lo mejor; sólo busca hacer más competitivos los servicios que ofrece, añadiendo la capacidad de abuso como un plus que afecta sobre todo a profesiones feminizadas y consideradas de poca cualificación.

Es una forma de socializar la arrogancia de la clase pudiente a la hora de exigir la perfección por encima de expectativas realistas. De hacernos sentir alguien alguna vez. Una forma en que las empresas comparten con sus clientes parte del poder de explotación sobre las personas (mujeres y jóvenes mayormente) que emplean...y que dependen para vivir de un trabajo precario que temen perder en cualquier momento. Esto es jugar con lo peor de la gente, el lado egoísta y mezquino, tranquilizándonos diciendo que tenemos derecho y no pasa nada. Que si por cinco minutos de espera humillamos a otra persona es un comportamiento válido. Y que si no te comportas así igual es que no sabes velar por tus intereses y no te importa que te pisen. Esto es jugar con nuestra inseguridad y frustración, con el sentimiento de ninguneo que muchas sentimos y la conciencia de falta de control y de decisión sobre lo que ocurre a nuestro alrededor. Nos permite una válvula de escape: un espacio de poder en que podemos ser el centro y sentir que importamos en algún sitio.

Y sí, claro que importamos y que somos alguien. Que tenemos derecho a exigir responsabilidad, buena gestión y respeto. Claro que se nos queda un poco cara de idiotas si callamos y no lo hacemos. Pero esa exigencia hay que formularla hacia arriba, que es de donde viene el mal servicio que nos perjudica realmente.

El problema es que a más poder menos control. Es una regla que no falla. A mayor capacidad para incidir sobre la vida de la gente; menos de esa gente estará dispuesta a hacer exigencias; y muchísima menos a manifestar su indignación si se la defrauda. ¿Qué hubiera pasado en 2008 si estuviéramos tan pendientes de las cajas de ahorros como de las cajeras?

Tenemos derechos y hay un espacio legítimo de empoderamiento que debemos exigir. Pero como ciudadanía, no como clientes. Eso es lo que importa.

Mientras tanto el sistema expone algunas profesiones a la tiranía pública. Y no lo hace porque el público le importe, lo valga, le caiga bien o le preocupe. Lo hace porque en la lógica del mercado las personas como tal carecemos de valor. Nuestra amistad y/o dignidad puede ofrecerse como un plus y formar parte del contrato si no hay ningún estorbo que lo impida. (Estorbo son las causas azarosas por las que unos trabajos soportan más explotación que otros).

Esta es la idea que compramos y esparcimos con cada salida de tono: malas caras, malos modos, y pijadas varias. Yo, me quedo con la empresa de telefonía móvil en que (si un día me excedo) la operadora se sienta libre de colgarme o mandarme ¡al carajo!. O, si se tercia, ambas cosas.